Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y
después derramándose por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién
sabe qué escondidos refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los
cuales se queda montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho.
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me
arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la
balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me
dijera –¿salís?– con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba
esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar
aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes
entreverados con el aleteo de algún mangangá.
Por eso no le contesté nada y enseguida estuve con él en la puerta. Se
sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan
otras tratativas que ese –¿salís?– liso y directo viniendo de un mechón caído
sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer
muchas cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo –¿qué hacés?– y caminamos. El agua de la zanja, un agua
barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un
sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a
través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su
pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar
el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco
cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas.
Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la
tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un alguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando
a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el
puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. –¡A
que no lo agarrás!
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian
en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca,
huevitos de gallo. Ésta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el
pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese
olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de
casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla.
Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que
Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen
lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da
más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos
de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos
lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin porqué, como si una
bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra
cuadra. Magnolias, jardines, postes de teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de
Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad
de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén
del ferrocarril. –¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los
terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla
pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y
cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero
llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos
en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por
la frente queda una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes
o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando
allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río.
Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio,
aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que
me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado
por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita,
se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro,
madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso
que estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo
pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado
del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal
que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas.
Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las
entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren
para reivindicarnos.
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto
es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La
idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados
cuando pase el tren.
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la
cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos
transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del
puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero
distante de las vías.
–A no soltarse, ¿eh?
–No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos
iguales, pero para nosotros imposible de confundir.
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra,
ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca. Tomamos
posiciones.
–¡Cuando yo diga saltamos!
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se
agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba.
–A no solt...
–¡Ahora!
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el
impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere
decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus
palabras. –¿No quemará la locomotora?–. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego,
vapor y un ruido de pesadilla.
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez
metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo
oscilar las vías.
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al
puente, cabizbajos, avergonzados.
–¡Vos te soltaste primero!
–¡Tenías una cara de miedo vos...
Otra vez el silencio. La sierra sin fin de la cigarra nos chista y se
ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación
pasada.
–Si vos te quedabas, yo me quedaba...
–Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la
piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que
me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren
infinito formado por el latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas.
Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como
un pañuelo.
–Un, dos, tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las voces de la siesta.
Ahora sí. Es un tren éste. El rumor lejano pero inconfundible. Nos
ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de
permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las
manos.
–¡Cuando yo diga!
El ruido que crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar.
–¡Ahora! –digo, y salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro
de mí, Ernesto se columpia en el suyo.
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en
alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que
se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados
todavía.
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también
grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las
manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido. Todavía no sé si
voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque
es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas
del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que
se quede Ernesto. –No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho.
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo
sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo
para hacerlo bajar. ¿Cuánto faltará todavía? El ruido. La vibración del puente
metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de
estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará
todavía?
Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo
azul a pedazos entre los durmientes.
Un silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo.
La tarde canta en la voz de las cigarras. ¿Te acordás, Ernesto, cómo
cantaba?