I
feel like one who smiles, and turning shall remark, Suddenly, his expression in
a glass.
T.
S. ELIOT
Sin embargo he acabado siempre por disuadirlos. Son
buenas gentes y quisieran arrancarme de mi solitaria vida, llevarme a cines y
cafés, inscribir en mi compañía inacabables vueltas a la plaza central. Pero
mis negativas -que oscilan entre el sonriente «no» y el silencio- han concluido
con su solicitud, y desde hace cuatro años llevo aquí, en el mismo centro de la
ciudad de Chivilcoy, una existencia silenciosa y retirada. Por eso, lo ocurrido
el 15 de junio será escuchado con benevolencia por mis compueblanos, quienes
sólo verán en ello la primera manifestación de una neurosis monomaníaca que mi
vida -tan poco chivilcoyana- les hace barruntar. Tal vez estén en lo cierto; yo
me limito a contar. Es un modo de transferir definitivamente al pasado,
fijándolos, algunos acaecimientos que mi comprensión no alcanza sino
exteriormente. Y luego, sería tonto negarlo, da para un bonito cuento.
Llevo en Chivilcoy lo que yo entiendo una vida de
estudio (y sus habitantes, de encierro). Dicto por la mañana mis clases en la Escuela
Normal, hasta mediodía o poco más; regreso, siguiendo siempre el mismo
itinerario, hasta la casa de pensión de doña Micaela, almuerzo en compañía de
algunos empleados de banco y me adscribo inmediatamente a mi habitación. Allí,
iluminado por el sol que toda la tarde golpea las dos altas ventanas, preparo
lecciones hasta las tres y media y a partir de ese momento me considero
plenamente dueño de mí mismo. Puedo, en otros términos, estudiar a gusto; abro
la Biblia de Lutero y estoy dos horas ingresando paso a paso en el alemán,
regocijándome cuando soy capaz de leer un capítulo entero sin ayuda de mi
Cipriano de Valera. Repentinamente abandono la tarea (hay exquisitos límites
del interés que siento alzarse en mi inteligencia, y a ellos respondo sin tardanza),
pongo agua a hervir a la vez que atiendo un boletín vespertino de Radio El
Mundo, y cebo cuidadosamente mi mate en el pequeño jarro enlozado que me
acompaña desde hace mucho. Todo ello constituye, para decirlo con el lenguaje
de mis alumnos de la Escuela, un «recreo»; apenas agotado el placer del mate,
ingreso con íntima complacencia en alguna otra lectura. Esto varía con el
tiempo; en 1939 fueron las obras completas de Sigmund Freud; en 1940, novelas
inglesas y americanas, poesía de Eluard y Saint John Perse; en 1941, Lewis
Carroll (exhaustivamente), Kafka y unos libros indios de Fatone; en 1942, la
historia de Grecia de Bury, las obras completas de Thomas de Quincey y una
tremenda bibliografía acerca de Sandro Botticelli, además de doce novelas de Francis
Carco emprendidas con el propósito eminente de perfeccionar el argot; por fin,
en el presente año, estudio paralelamente una antología de moderna poesía
angloamericana de Louis Untermeyer, la historia del Renacimiento en Italia de
John Aldington Symonds y —absurda complacencia— la serie de los Césares romanos
desde el héroe epónimo hasta el último capítulo de Anmiano Marcelino. Para esta
tarea me traje -con la gentil aprobación de la bibliotecaria de la Escuela-
Tácito, Suetonio, los escritores de la Historia Augusta y Marcelino. En el
momento de escribir este relato he llegado a conocer en detalle la vida de los
emperadores hasta Probo; pegada a la pared de mi habitación hay una gran hoja
de cartulina y ahí registro uno por uno los nombres de aquellos romanos y las
fechas de sus reinados. Procedimiento menos mnemotécnico que divertido, y que
provoca (ya lo advertí regocijadamente) las sorprendidas miradas de las hijas
de doña Micaela cada vez que vienen a asear mi cuarto.
«And such is our life». Agregaré, para ilustración
total del ambiente en que me muevo, lo poco que resta de sus elementos: poemas
en abrumadora cantidad (casi todos míos, ¡ay!), la quinta edición de Noticias
gráficas, algunas diversiones nocturnas como los programas de la BBC y
de KGEI (San Francisco), una botella de whisky Mountain Cream, un tablero de
cartón donde arrojo diestramente un cortaplumas y establezco concursos con
grandes premios que jamás gano; reproducciones de los cuadros de Gauguin, Van
Gogh y Giotto, examinados con la misma falta de respeto de la enumeración
precedente. Y algunas, muy pocas salidas al cine cuando por inexplicable
equivocación la empresa local trae una película de René Clair, de Walt Disney,
de Marcel Carné. Nadie me visita, como no sea un profesor que acude a veces y
se extraña reiteradamente de mi salvajismo, y algunos exalumnos que
descubrieron en mí un consultor afectuoso, acaso un posible pero
indefinidamente postergado amigo.
Comprendo que mi relato ha guardado hasta ahora el
exterior de un diario, manera elegante de someter comptes rendues a
biógrafos futuros, pero era necesario acaso para que el posible lector se
extrañe, como lo hice yo, de la rara sensación de encierro que me vino en la
tarde del 15 de junio. Existe un mal que se denomina claustrofobia; yo creo ser
inmune a él, no así a su contrario. Y con todo no conseguía cerrar el ambiente
de lo que estaba leyendo, entender plenamente por qué llamó Cornelio a Pedro en
el décimo capítulo de la Apostelgeschichte. Avancé penosamente,
luchando contra un vacío interior, un deseo alocado de cerrar el libro y
echarme a la calle, a otra parte fuera de mi habitación. Me debatía en ese
combate durísimo del alma con el alma misma y renunciaba a proseguir la letra
luterana -imposible entender esto, por otra parte tan simple: «Darum
habe ich mich nicht geweigert zu kommen...», X, 29- cuando algo más
fuerte que yo me puso el sombrero en la mano, y por primera vez en mucho tiempo
abandoné mi cuarto y salí a pasearme por las asoleadas calles del pueblo.
Caminar sin rumbo es una de las cosas menos gratas
para un espíritu que, como el mío, ama el orden y la eficiencia. El sol, sin
embargo, me acariciaba la nuca con dedos dulcísimos; y había un aire con
pájaros, una atmósfera propicia y bellas muchachas que me miraban sonriendo,
extrañadas acaso de que yo parpadeara bajo esa luz enceguecedora de las cuatro.
Anduve por calles familiares, historiando veredas y casas; la paz volvía a mí
pero sin infundirme el deseo de retornar a mi cuarto del que me separaban ya
muchas calles. Mi cuerpo volvía a sentir esa impresión exquisita -tantas veces gustada
en las playas estivales- de disolverse bajo el sol, fundirse en el aire azul y
tornarse incorpóreo, conservando sólo el poder de sentir lo tibio, lo celeste,
lo cómodo. ¡Verano de vacaciones, definitivamente a mis espaldas y por cuánto
tiempo! Pero esta tarde de otoño era un consuelo, casi una promesa; y me sentí
livianamente alegre de haber salido, de abandonarme al demonio que así me
arrancara de los textos sagrados.
Todo cambió al llegar a la esquina de Carlos
Pellegrini y Rivadavia, ahí donde se alza el edificio del Banco de la
Provincia. ¿Conoce alguien el estado Tupac-Amarú? Consiste en una diversión del
alma y del cuerpo, en sentir el deseo de hacer una cosa y a la vez su
contraria, de ir a la derecha y simultáneamente a la izquierda. Así, en la
esquina del banco, proyectaba yo amablemente seguir hacia la plaza, bella y
espaciosa plaza de Chivilcoy, cuando la rara atracción que ya me había
desgajado de Cornelio y Pedro me proyectó, irresistible, por la calle Rivadavia
que se alejaba sin remedio de la plaza. Y hube de seguir esa ruta fosca,
abandonada de sol, dejando atrás los árboles y tanto hospitalario banco
placero. Por un momento me negué pero la fuerza aniquilaba toda defensa; creo
que me encogí de hombros -un gesto que mis amigas me reprochan con razón- y me
dejé llevar, otra vez sintiendo la tibieza de la tarde y viendo a lo lejos
cómo, vespertinamente, los bordes de las veredas empezaban a teñirse de fino
violeta...
«Hombre, la casa de doña Emilia. ¿Y si entrara a
saludarla?». Porque doña Emilia es una de mis pocas amigas en Chivilcoy. Dicta
clases de idiomas en la Escuela, tiene la edad en que los sentimientos
maternales superan toda pasión temporal, y me quiere mucho, quizá porque soy
naturalmente simpático; alguna vez me había señalado su casa e invitado a tomar
té, a lo que no accedí entonces. Pero esta tarde...
Cuando lo pensé otra vez mi dedo estaba ya apoyado
en el timbre, oíase en el segundo patio un campanilleo agrio y violento, y me
ponía yo a pensar a mitad del zaguán cuáles cosas diría a doña Emilia para
justificar mi insólita visita. Explicarle que una fuerza Tupac-Amarú...
imposible. La única solución era la burguesa: que pasaba por ahí, y se me
ocurrió, etcétera. En tanto seguía esperando, pero nadie vino.
Toqué otra vez el timbre que debía oírse desde
todas partes, incluso desde la vereda de enfrente. Entonces, mientras esperaba,
hice una cosa horrible: avancé por el zaguán con toda libertad, y me metí en el
living como si entrara en mi propia casa.
Como si...
Pero es que era mi casa. Lo intuí
casi sin sorpresa, sólo con un pequeño escozor en la raíz del pelo. El living
estaba amueblado exactamente como el de doña Micaela; y la puerta de la
izquierda, la que sin duda daba a una sala, era mi puerta, la que comunicaba
con mi habitación.
Permanecí parado delante de la puerta, sobrándome
un pequeño resto de independencia como para proyectar la fuga inmediata; y
entonces oí que tosían en el interior de la pieza.
Pasó lo mismo que con el timbre; la mano estuvo
antes que la voluntad. El picaporte, tan familiar, cedió a la presión y logré
acceso a la sala. Pero no era una sala sino mi cuarto de trabajo. Entera y
absolutamente mi cuarto de trabajo. Tan entera y absolutamente que, para darle
la perfección total, estaba yo sentado ante la mesa leyendo la Biblia de Lutero
puesta en su atril de madera. Yo, vestido con la vieja robe a rayas azules y
las pantuflas de abrigo que mi madre me regaló ese otoño.
Alcancé a pensar una cosa, lo confesaré con toda
franqueza a pesar de su ribete literario y algo defensivo. «Por Dios, esto es
LE HORLA. Ahora tendremos que dialogar, etcétera». Y con dicho pensamiento
terminó mi papel activo; fui ya una cosa inmóvil parada junto a la puerta,
asistente al desarrollo de una escena cotidiana, en espectador atento, sin
miedo por exceso de horror.
Me vi consultar el diccionario de Pfohl y mi propia
voz -cambiada como en los discos- entonó majestuosamente los versículos de la
Biblia. Cornelio llamaba a Pedro en sonoro alemán y éste, después de una
gastronómica visión, acudía a casa de su huésped predicando la palabra del
Señor; todo eso, que quedara inconcluso al salir de mi casa allá en lo de doña
Micaela, proseguía ahora sin interrupción. De pronto me vi abandonar el libro,
encender el receptor de radio; crucé al lado mío, puse la pava de agua a
calentar, y cuando de la radio brotó una canción incaica la silbé amablemente,
remedando bastante bien la modulación norteña ad hoc. Todo esto sin reparar en
mi presencia, sin concederme una sola mirada -no era LE HORLA gracias
a Dios-, en un todo abstraído por el ritual del mate dulce y la música; o bien
con la indiferencia con que se soslaya la propia imagen al pasar frente a un
espejo. Hube de escuchar que los bombarderos Liberator habían arrasado la isla
de Pantelleria, que el rey Jorge estaba en África, donde los soldados al
descubrirlo le cantaron For he's a jolly good fellow, y que el
general Pedro Pablo Ramírez estaba dispuesto a no permitir la especulación con
artículos de primera necesidad. Era ya casi de noche, encendí la luz; puse el
sillón al lado de la mesa, busqué el primer tomo de Renaissance in Italy de
Symonds, me engolfé en la lectura, sonriendo aquí y allá, haciendo anotaciones,
protestando de pronto con vehemencia, otras veces adhiriendo con manifiesta
complacencia a las ideas del autor. Y de pronto -porque a esa hora suelo sentir
yo henchida la vejiga- puse el libro sobre la mesa, crucé al lado mío y salí de
la habitación. El actor abandonaba la escena; el espectador tuvo coraje para
hacer lo mismo, pero rumbo a la calle y como loco, recuperada repentinamente la
conciencia de ese riguroso imposible.
Por fin -y sólo yo sé lo que tan hermética
connotación significa- volví a mi casa. Era hora de cenar y quise ir a decirle
a mi bondadosa dueña que prescindiría esa noche de su asado de tira y su fresca
lechuga. Doña Micaela me consideró atentamente y anunció luego que yo estaba
muy pálido.
—Hace mucho frío en la calle -dije vanamente-. Voy
a acostarme en seguida. Hasta mañana.
Cuando cruzaba los patios, una de las chicas
entraba quejándose de que afuera hacía calor húmedo; bajé la cabeza, volví a mi
cuarto.
Todo estaba como siempre; hallé mi Biblia en la
página donde la dejara por la tarde, el lápiz al lado, el diccionario de Pfohl.
Junto a él un tomito con los poemas de Hugo von Hofmannsthal que empezaba a
descifrar lentamente. Era el ambiente cotidiano, tibio y cómodo, dispuesto por
mi capricho y mis costumbres.
Incapaz de reflexionar serenamente, busqué unos
sellos de Embutal, bebí agua y aderecé una taza de tilo. Eran ya las diez y no
me decidía a acostarme, seguro del insomnio, del prestigio tremendo de una
oscuridad y un silencio en tales circunstancias. Recuerdo haber estado horas y
horas sentado ante mi escritorio, y que me sorprendí grabando mis iniciales en
su madera con un cortaplumas (el de los concursos de tiro al cartón), pensando
entretanto en nada, que es la más horrible forma de pensar. Me miraba a mí
mismo arrancando trocitos de madera, perfilando torpemente una G y una M.
Después vino el amanecer y me recordó que tenía clase a las nueve; me tiré
vestido en la cama y dormí como un lirón, apreciando al despertar la profunda
belleza de ese manido lugar común.
Por la tarde (cómo enseñé a los chicos la geografía
de Holanda y la tetrarquía de Diocleciano será un eterno misterio para mí y, lo
temo, para ellos), por la tarde hice lo que toda persona en mi lugar: ir a casa
de doña Emilia sin perder un minuto.
Cuando puse el índice en el timbre advertí la
profunda diferencia entre ese acto y el análogo del día anterior; obraba ahora
fríamente, seguro de mis movimientos y dispuesto a desvelar el enigma, si de
algo tan simple como un enigma se trataba. ¿Qué podía decirle a mi amiga? La
naturaleza de la investigación iba más allá de un mero interrogatorio;
transcendía de lo normal, aquello que según doña Emilia y todo Chivilcoy es lo
cierto y aceptable. Había salido de casa sin reflexionar en la conducta a
seguir; sólo recuerdo que me eché la Browning al bolsillo; y el que me explique
para qué, me prestará un señalado servicio.
La bondadosa fisonomía de doña Emilia me sonrió
desde el living. Que pasara, que era un placer, yo siempre tan perdido; tenía
tanto gusto de verme por su casa, que entrara como en la mía (y yo me estremecí
involuntariamente); perdón por la vestimenta, pero era tan temprano, y
además... Casi no oía yo las frases; apenas franqueé el zaguán y estuve en el
living, estrechando la mano de mi amiga, miré hacia la izquierda en procura de
la puerta. Y la vi, ciertamente, pero no una puerta como la de mi habitación
sino más ancha y maciza, con gruesas cortinas de macramé entre los vidrios y
los postigos interiores.
—Es la sala -dijo doña Emilia, un poco sorprendida
por mi examen y mi silencio-. Pasemos, si quiere.
Alcancé a balbucear algunas preguntas civiles; el
esposo, los nietos que vivían con ella... Pero ya abría doña Emilia la puerta y
fue la primera en entrar en la sala. Pensé: «Ahora va a encontrarme allí y
soltará un alarido». Como no hubo nada, entré a mi vez.
Era una linda sala burguesa con empapelado a rombos
cereza, frutos vagamente subtropicales, una consola Regencia, cuadros de
familia, un busto de Voltaire y, más lejos, una gran mesa escritorio de patas
torneadas, verdaderamente hermosa.
—Aquí trabajo a veces -me dijo doña Emilia
ofreciéndome asiento-. Pero es un lugar frío, desapacible, de manera que
corrijo deberes y preparo lecciones en el dormitorio de mi hija mayor, que
tiene mejor luz. Aquí vienen mis nietitos a jugar... ¡Viera el trabajo que da
impedirles que rompan algo!
A mí me estaba naciendo una especie de felicidad
que ascendía desde los zapatos, las piernas, me caminaba por el plexo y venía a
proclamarse, maravillosamente, en el corazón y los pulmones. Debí suspirar con
alivio y decir algo acerca del moblaje y los cuadros, porque doña Emilia se
lanzó a explicar la razón de cada vetusta fotografía. Lares y penates
desfilaron por su fluida charla; yo me dejaba envolver en la felicidad de la
comprobación, de saber que aquello había sido fantasía, capricho de alucinado,
que debería dejar el whisky y los bromuros por un tiempo, hacer una cura de
reposo y salvarme de esas pesadillas absurdas. Porque nada había en esa sala
que pudiera recordarme mi habitación y mi persona; porque todo era como un
vasto perdón de tanto desvarío. Porque...
—... porque ayer -decía doña Emilia- estuve todo el
día en el campo, viendo las crías de conejos de la granja. Los conejos de
Flandes, usted sabe...
Ayer. Doña Emilia había estado todo el día en el
campo. Viendo las crías de conejos. Al borde de la salvación sentí que una mano
de hielo me tomaba poco a poco de la nuca y me echaba hacia atrás, hacia lo
otro. Y justamente en ese momento cortó doña Emilia su charla con un débil e
indignado chillido. Miraba hacia la hermosa mesa escritorio, desoladamente.
—¡Los chicos! -gimió, uniendo las manos-. ¡Yo sabía
que acabarían por estropearla!
Me incliné sobre la mesa. A un costado, casi en el
borde, alguien se había entretenido en grabar letras con un objeto cortante.
Las letras estaban caprichosamente enlazadas pero se podía distinguir una G y
una M; no era un trabajo habilidoso sino el pasatiempo de alguien que está
distraído, ausente de lo que hace, y emplea en esa forma un cortaplumas que le
sobra en la mano.