Las niñas corrían por el descampado con
las jaulas colgando de sus dedos como racimos. El anochecer las volvía
temerosas, pero corrían, los brazos en alto, los pájaros aleteando con tanto
pánico que ni piar se los oía.
–Aquí no más– imploró Sara, la mayor.
–Es muy cerca.
–¡Me duele el costado, Lydia, no puedo
correr!
–¿Querés que nos vean? Además, tiene
que ser lejos, o encontrarán las jaulas.
–¡Quiero volver a casa, está muy
oscuro!
–¡No seas llorona, hay luz todavía!
–Para cuando terminemos...
–Haré una antorcha con un trapo
encendido.
–¿Y si nos ve la vieja que lava?
–No nos verá.
–¿Y si nos muerde el Boby?
–El Boby saldrá corriendo con la cola
entre las patas cuando vea el fuego.
–Se apagará, siempre se te apaga...
La voz de Sara sonó desconsolada y
Lydia se apiadó.
–Bueno, ya llegamos. Cuidado al cruzar
el puente.
Cautelosamente traspusieron la angosta
pasarela; un pájaro pió y el sonido, triste e irreconocible, atacó el corazón
de Sara.
–Lydia, volvamos. Me da tanta pena...
–¿Estás loca? Ahora tenemos que seguir,
si no, podría pasarnos algo malo.
–¿No podríamos soltarlos, simplemente?
–No –el tono de su prima era
terminante–. Y ahora, no hables. Tengo que contar los pasos.
Bordearon unas tapias caídas y
alcanzaron un árbol que a Sara se le antojó amenazante. Estaba arrepentida de
haberse dejado seducir por su prima, por las historias que escuchaban tras la
puerta de la biblioteca de don Manuel, cuando iban a ayudar a doña Rita. Sentía
que se había dejado atrapar en la telaraña de los juegos de su prima y la
palabra pecado se agrandó hasta asustarla. El espanto la cegó y tropezó en una
piedra.
–¡Por favor, Sara; tienes que pisar
donde yo piso!
Tenía que ser venial, pensó Sara; y si
era así, podía dejar de confesarlo al padre José. Sin embargo, matar… matar
era...
Casi gritó cuando vio la pila de ramas
de flores amarillentas, casi tan alta como ellas, sobre papeles y trapos
viejos.
–¿Sabes cómo se llama esta planta?
–Qué me importa; quiero volverme. No
juego más.
–Esto no es un juego.
La frialdad de la voz de su prima
estremeció a Sara. De pronto, la cocina iluminada a kerosén, el gran trasto de
hierro que despedía calor con sus entrañas de brasas, el amontonamiento de sus
primos en la penumbra, alrededor de la mesa para tomar la sopa espesa que les
haría de cena, le parecieron la esencia de la felicidad. Esa pieza de
inmigrantes, oscura pero tibia y llena de la presencia cariñosa de su tía, le
pareció el paraíso.
–No puedo.
Lydia intentó persuadirla, pero ella
insistió: –¿No podríamos soltarlos, simplemente?
–¿Acaso la abuela se saltea un
padrenuestro cuando rezamos el rosario?
–No, pero el rosario es sagrado
–Esto también.
–No; esto es...
Se atragantó y murmuró entre dientes:
-No puedo hacerlo.
Lydia comprendió que no habría fuerza
en el mundo que la hiciera cambiar, así que cedió.
–Bueno, pero me vas a alcanzar los
pájaros.
–Solamente sostendré las jaulas– se
endureció Sara.
–Y no pienso ir por la calle como los
romanos. Si se hace de noche, te dejo y me vuelvo sola.
–Está bien, está bien.–
Abrió la jaula, metió la mano y atrapó
un canario, pero dudó al sentir el latido encerrado en su mano, entre las
plumas sedosas. No pudo ensartarlo en las espinas, como decía el conjuro,
porque su prima, con un grito, la tiró de espaldas. El pájaro escapó de su
puño, aleteó y se perdió como una flecha hacia el río. Luego, mientras ella
intentaba ponerse de pie, Sara comenzó a abrir las jaulas, sacudiéndolas para
que los pájaros escaparan. La manoteó, furiosa, pero ya todos habían
desaparecido entre los árboles del río. La necesidad de cumplir con el ritual
la volvió loca. Atrapó las plumas que flotaban en el aire, que habían quedado
dentro de las jaulas, en sus ropas, mientras murmuraba: “Mi alma, te doy mi
alma junto con estas plumas, ya que no he podido darte los pájaros”. Luego,
como en trance, buscó los fósforos y encendió la fogata. A la lumbre de las
lenguas cálidas, amarillas y olorosas, se miró las manos. Una gota de sangre le
manchaba la palma. ¿De ella, del canario? No lo sabía, pero le pareció un indicio.
Sara sollozaba cada vez más fuerte.
–Basta, se acabó.
Jilgueros, cardenales, canarios,
calandrias habían escapado; sólo las jaulas vacías rebotaron sobre el corazón
amarillo del fuego.
–Ya está –dijo sin aliento–. Ya está.
Sara le daba la espalda, encogida de
miedo; temía a su prima, aunque no sabía por qué: nunca le había pegado.
Lydia, en tanto, movía los labios
conjurando a algo o a alguien mientras solicitaba lo que había ido a pedir,
aunque su esperanza decaía con el fuego. Con la última brasa, se volvió, la
tomó de la mano y huyeron sobre el puente de tablones, sintiendo como si el
aire las retuviera y el viento deslizara en sus oídos nombres que no debían ser
pronunciados. Desde las sombras, dedos filosos querían atraparlas.
Cuando llegaron a la casa, la calle
apenas si estaba iluminada por la luz que filtraba una ventana y un zaguán
abierto. Lo que dejaban atrás era un gran vacío negro que se detuvo,
suspendido, en la esquina. Ahogadas, sosteniéndose el costado donde una puntada
no las dejaba enderezarse, se miraron, Sara aliviada, Lydia desilusionada.
“Todo se perdió”, pensó, “y quizá mamá sospeche que yo me llevé los pájaros y
me castigue con el cinto”.
Más tarde, alrededor de la mesa, su
madre, con la extenuación en el rostro y en la postura, les comentó que había
recibido carta de su padre, que había vuelto a España para traer a su madre y a
sus hermanas a la Argentina.
–¿Dónde está España?
–Lejos, muy lejos contestó su madre con
una tristeza infinita.
–¿En Buenos Aires?
-Más lejos. Hay que llegar a Buenos
Aires, subirse a un barco y andar mucho tiempo por el agua para llegar a
España.
Luego
de decir aquello, la mujer hizo una cansada referencia a la desaparición de las
jaulas, interrogándolos con los ojos. Los siete niños negaron con la cabeza.
Por unos minutos, sólo se oyó el ruido de las cucharas levantando los costrones
de pan duro que les mandaban gratuitamente de la panadería del gallego y que la
mujer tostaba al fuego.
Las manos de Sara temblaban, haciendo
tintinear la loza, y Lydia la tocó por debajo de la mesa; arrostrar el castigo,
sobre todo la postración de su madre, no le habría importado si al menos
hubiera conseguido algo. Pero todo parecía tan inútil. No es que esperara,
¡puf!, un globo rojo y él al medio diciéndole...
–Lávense las manos, la cara y la boca.
Vayan a orinar y vuelvan rápido, que hace frío.
Sara no quería salir.
–No tengo ganas de orinar, tía.
Los ojos cansados de la mujer mostraron
una chispa de intolerancia.
–Lydia, acompaña a Sara.
–Yo tampoco tengo necesidad, mamá.
–¡Oh, por la Purísima! Elena, lleva
estas grandotas hasta el excusado; seguro que han estado mirando los libros de
don Manuel y ahora tienen miedo.
Elena se levantó muy oronda. Era
bonita, con una cara rozagante y vulgar. Comía casi todos los días con don
Manuel y su esposa, unos catalanes que estaban en buena posición, importando
aceitunas y aceite. La señora era muy devota; el señor, un gran lector, un
dedicado estudioso de cosas que a las niñas les parecían extrañas. Elena
aseguraba que un día se casaría con Rafael, el hijo mimado de ellos, el hijo de
la vejez que heredaría la casa con frente de portland trabajado y balcones de
rejas, con patio de invierno desbordado de helechos, y la biblioteca.
–Vamos, que tengo que ir a leerle a la
doña Rita.
Salieron a la oscuridad del patio, las
más chicas aferradas entre sí. El vacío negro que habían dejado en la esquina
navegó hacia ellas, henchido de ruidos y cosas que se movían y aleteaban y
susurraban sobre sus cabezas.
En el excusado, Elena colocó la vela en
un banquito, resucitando sombras temblorosas en las paredes. Poco más allá, las
gallinas cloquearon, inquietas.
–Entren de una vez.
Sara orinó pronto y mal; después lo
hizo Elena y por fin Lydia, que continuaba repitiéndose que todo había sido
inútil: el miedo, el pecado, la terrible promesa. Afuera, oía las voces de las
otras dándose ánimo. Mientras se acomodaba la ropa, seguía pensando si su alma
podía valer tanto como la vida de los pájaros que debía ofrendar.
Levantaba la vela para salir cuando
vio, en el ventanuco triangular, la cara de cabra, la barba rojiza, el vello
inflamado como pelusa ardiendo y los ojos como brasas amarillas. Pero, sobre
todo, distinguió los chichones en la frente y la maligna sonrisa. Gritó y la
vela se apagó, y aunque ya estaba a oscuras, seguía viendo aquellos tizones
encendidos.
–¡El Diablo, el Diablo, el Diablo!
Atropelló la puerta y corrió, más
rápido que las otras, perseguida por el llanto de Sara, y sus culpas y todo lo
sucedido aquella tarde.
Pero ya en la habitación, al lado del
fuego, abrazada a la cintura de su madre, mientras tartamudeaba contando lo que
había visto, sabía que todo se cumpliría.
Su hermana se fue a leerle a doña Rita,
quejándose porque llegaría tarde: ya se escuchaba subir el tranvía de las 9 de
la noche por la cuesta de San Martín. Segundos después, oyeron el chirrido del
hierro, un grito agudo y algo que caía blandamente, como un fardo. Su madre se
tensó y se llevó la mano a la cruz que colgaba de su cuello. Alguien les avisó:
“Es Elena; el tranvía la atropelló. Hay que llevarla al hospital, está muy
golpeada”.
Lydia, en una especie de éxtasis, supo
que ahora sí se cumplirían las promesas. Conseguiría las cosas de Elena: sus
medias blancas, sus zapatos de charol, el vestido de volados, el trocito de
colorete que le robó a la señora de la tienda, la barra de perfume, la
estampita de comunión de Rafael, la mantilla de encaje amarillento que estaba
apenas rota en una punta. Ya encontraría la forma de consolar a su madre, la
ayudaría con sus hermanos más chicos, se portaría mejor, se...
Oyó a Sara sollozar desconsoladamente y
se arrepintió de haberla buscado para que la ayudara. Comprendió que, más o
menos pronto, tendría que hacer algo para evitar que contara lo que habían
hecho. No era cuestión de entristecer a su madre ahora que iba a irles tan
bien.