Decime
vos para qué cuernos te hice semejante promesa. Se ve que me agarraste con la
defensa baja y te dije que sí sin pensarlo. Pero esta mañana, cuando me
levanté, y tenía un nudo en la garganta, y una piedra que me subía y me bajaba
desde la boca hasta las tripas, empecé como loco a buscar alguna excusa para
hacerme el otario. Pero no me animé a fallarte, y a los muchachos los había
casi obligado a combinar para hoy, así que no podía ser yo quien se borrara.
-¿A
dónde vas? -me preguntó Raquel, cuando vio que a las doce dejaba el mate e iba
a vestirme.
-A
la cancha, con los muchachos -le dije. No agregué palabra. Ella, que no sabía
nada, pobre, se moría por preguntarme. De entrada había pensado en contarle.
Pero viste cómo son las minas. Capaz que las agarrás torcidas y te empiezan con
que no, con que cómo se te ocurre, con que yo que Rita los saco a escobazos, a
vos te parece hacer semejante cosa. Y yo no estaba de ánimo como para andar
respondiendo cuestionamientos. Por eso no abrí la boca. Y Raquel daba vueltas
por la pieza mientras yo me ponía la remera y me ataba los cordones. Me ofrecía
un mate más para el estribo. Me decía te preparo unos sándwiches y te los comés
por el camino. Me seguía por la casa secundando mis preparativos. A la altura
del zaguán no pudo más:
-Pensé
que habían dejado de ir -me soltó. Me volví a mirarla. No era su culpa.
-Pero
hoy vamos -respondí. La besé y me fui.
Eran
las doce y cuarto. Llegué a lo de Beto a la una menos veinte.
-Pasa
que estoy terminando de embolsar el papel. Dame una mano. -Me hizo pasar a un
comedor sombrío, donde el rigor del mediodía de noviembre se había convertido
en una penumbra agradablemente fresca. -Llená esa bolsa, que yo termino con
ésta. -Lo obedecí. Al salir pasó llave a la puerta y me dio una de las dos
bolsas para que cargara. -Metéle pata que llegamos al de menos cinco.
Con
la lengua afuera subimos al tren y nos tiramos en un asiento de cuatro. Casi no
hablamos en todo el viaje. Cuando bajamos, el Gordo estaba sentado en los caños
negros y amarillos del paso a nivel. Nos hizo una seña de saludo y se
desencaramó como pudo.
-Quedé
con Rita que pasábamos una y media. Métanle que vamos retrasados. ¿Se puede
saber por qué tardaron tanto?
-Cómo
se ve, Gordo, que esta mañana no tuviste que hacer un carajo -le marcó Beto,
con un gesto hacia las bolsas repletas de papelitos.
Caminamos
las tres cuadras en silencio. Rita estaba esperándonos, porque apenas el Gordo
hizo sonar el timbre nos abrió y nos hizo pasar a la sala. Nos turnamos para
intercambiar besos y palmadas, pero después no supimos qué decir y nos quedamos
callados. En eso se sintió ruido de tropilla por el pasillo, y entró Luisito
hecho una tromba pateando la número cinco contra las paredes y vociferando
goles imaginarios. Cuando nos vio, largó la pelota y vino a abrazarnos entre
gritos de alegría.
-¿Te
gusta, tío Ernesto? -me preguntó mientras estiraba con ambas manos la camiseta
lustrosa que tenía puesta.
-Che,
dejame mirarte un poco. -Hice un silencio de contemplación admirativa. -Pero ya
parecés de la Primera, Luisito. ¿Vieron muchachos?
Los
otros asintieron con ademanes grandilocuentes.
-Andá
a buscarte el abrigo, Luis -mandó Rita, y dirigiéndose a nosotros: -¿Toman
algo, chicos?
-No,
nena, gracias. Vamos un poco atrasados -respondí por todos.
-Vení,
Ernesto, acompañame.
Rita
me hizo seguirla hasta el dormitorio, mientras el Gordo y Beto le tomaban
lección a Luisito sobre la formación del equipo en las últimas dos campañas.
-La
verdad, es que mucho no lo entiendo, Ernesto. Pero bueno, si te lo pidió habrá
sido por algo.
Yo,
para variar, no supe qué decir. Preferí preguntar:
-¿A
Luisito qué le dijiste?
Me
miró con ojos húmedos:
-Le
dije la verdad. -Y luego, dudando: -¿Hice mal?
¿Y
yo qué sé?, pensé.
-Quedáte
tranquila, nena. Hiciste bien -respondí.
Cuando
volvimos a la sala, el Gordo me informó en tono solemne que el pibe se había
trabucado únicamente con el reemplazante de Cajal entre la quinta y la décima
fecha del torneo anterior.
-Por
lo demás estuvo perfecto -concluyó sonriendo.
Nos
turnamos para estrechar, ceremoniosos, la mano del aprendiz, que no cabía en sí
del orgullo. Después nos despedimos de Rita y partimos.
En
la esquina compramos una Coca grande. Nos la fuimos pasando mientras
esperábamos el colectivo.
-El
que toma el último sorbo, la liga -lancé.
-No
seas asqueroso -me reconvino Beto.
-Y
vos no seas pelotudo -lo cortó el Gordo. Valió la pena la chanchada sólo por
verle la cara de repugnancia al pobre Beto. Como es de práctica en estos casos,
el último trago se fue prolongando hasta límites inverosímiles. Y se cruzaron
acusaciones recíprocas de: «¡Che, vos no tomaste, escupiste!», y otras por el
estilo. El Gordo, en un acto de arrojo, terminó con el suplicio cerrando los
ojos y bebiendo de un trago. Ahí Beto pudo desquitarse con cinco o seis
cachetazos a la espalda monumental del otro. Luisito se reía como loco. Y yo
por un ratito me olvidé del asunto que traíamos entre manos.
Bajamos
del colectivo a cuatro cuadras de la cancha, en la parada de siempre. Eran las
dos y media, más o menos.
-¿Alguno
sabe cómo cuernos vamos a pasar los controles de la cana? -A veces Beto y su
buen criterio me sacan de quicio.
-Dame
una de las dos bolsas -le contesté haciéndome el impaciente.
Porque
en el fondo tenía razón. Si nos paraba la cana, ¿qué decíamos? Disimulé el
asunto cuanto pude, entre los rollos de cinta y papel de diario picado. Se la
di a Luisito. Rita tenía razón, pensé. Mejor que el pibe sepa.
-Ustedes
esperen acá a que entremos. Nos vemos en la puerta tres.
Si
pasamos acá ya está, me dije mientras nos acercábamos al cordón policial.
Caminábamos sin apurarnos. Mi mano descansaba en el hombro de Luisito. Me nacía
llevarlo de la mano, pero como ya cumplió los diez pensé que a lo mejor lo
ponía incómodo. A él lo revisó una mujer policía, que apenas hojeó por encimita
el contenido de la bolsa. A mí faltó que me sacaran radiografía de tórax y me
pidieran el bucodental, pero finalmente pasé. En el acceso mostré los carnets y
seguimos viaje. Menos mal que había ido a pagar las cuotas atrasadas en la
semana, porque cuando pasamos por la ventanilla vi que la cola era un infierno.
Entramos a la cancha y me fui derechito adonde me pediste: contra el alambrado,
debajo del acceso tres, a mitad de camino entre el mediocampo y el área. Un
lugar de mierda, bah. Para el arco más cercano te da el sol de frente desde
media tarde. El otro arco no se ve, apenas se adivina. Desde esa altura te lo
tapa desde el juez de línea hasta el pibe que alcanza la pelota. Además,
cualquier tumulto que haya en las gradas se te vienen encima y te dejan hecho
puré contra los alambres. Pero al mismo tiempo es un lugar histórico: el único
sitio que supimos conseguir aquella tarde gloriosa en que salimos campeones por
primera (y hasta ahora única) vez en nuestra perra y sufrida vida. Por eso me
lo pediste. Y por eso enfilamos para ahí apenas entramos.
Beto
y el Gordo llegaron a los cinco minutos.
-¿Cuándo
empieza la reserva? -preguntó el Gordo, que venía jadeando.
-En
diez minutos -contesté.
-No
es por nada, pero ¿vieron la altura que tiene el alambrado? -Beto seguía
empeñado en su maldito sentido común.
-Ya
veremos -lo fulminé con una mirada de no hinches más, te lo pido por lo que más
quieras.
-Déjense
de pavadas y vamos a jugar a algo. -El Gordo estaba decidido a cumplir los
rituales adecuados. Se plantó contra el alambrado y nos invitó a acompañarlo.
-Ahora
vas a ver cómo matan el tiempo los turros de tus tíos -le expliqué a Luisito.
-¿Cuál
querés? -El Gordo le cedió la iniciativa a Beto.
-Dame
al cuatro de ellos.
-Como
quieras. Yo me quedo con el diez nuestro.
-¿A
qué juegan, tío?
-Esperá
-contesté-. Esperá y vas a ver.
Apenas
empezó el partido de reserva le vino un cambio de frente al diez de nuestro
equipo. Como la cancha es un picadero, la pelota tomó un efecto extraño y se le
escapó por debajo de la suela.
-¡Dale
pibe! -tronó la voz frenética del Gordo-. ¡A ver si te metés un poco en el
partido! -El muchacho pareció no darse por enterado.
Al
rato el cuatro visitante pasó como una exhalación pegado al lateral y tiró un
centro precioso, aunque ningún compañero llegó a cabecearlo. Beto se colgó bien
del alambrado e inició su participación en la competencia.
-¡Levantá
la cabeza, pescado! ¡Hacé la pausa! ¿Siempre el mismo atorado? ¿Será posible?
-Beto vociferaba mientras el cuatro intentaba volver a recuperar las marcas.
Luego
el diez nuestro eludió a un par de tipos y largó la pelota a tiempo. Enseguida
se volvió hacia el alambrado y buscó al que lo había increpado, como diciendo a
ver qué pavada decís ahora. El Gordo no perdió tiempo.
-¡Por
fin, muerto! ¡Por fin diste un pase como la gente, finadito!
Beto
estaba nervioso. Su candidato estaba muy tirado atrás, y no frecuentaba nuestro
territorio. El Gordo se encaminaba a una victoria indiscutible. Su hombre
recibió el balón cerquita nuestro, lo protegió, y antes de que pudiera hacer
más recibió la atropellada de un rival que lo dejó tendido encima de la línea
de cal.
-¡Ma
sí! ¡Lo mejor de la tarde! ¡Partilo en dos, total, pa' lo que sirve...! ¿Qué
hacés juez? ¿A quién vas a amonestar? ¿Por qué mejor no lo echás al petiso ése,
que tiene menos huevos que mi tía la soltera?
El
diez, pobre pibe, saturado, apenas se puso de pie se acercó al alambrado, lo
ubicó al Gordo y le vomitó todos los insultos que pudo antes de que el línea lo
llamara al orden. Era el final.
-¡Tiempo!
-gritó el Gordo, con los brazos en alto-. ¡Beto, pagá los panchos!
-Si
serás turro, Gordo, no te gano desde el año pasado...
-Es
una ciencia, pibe, es una ciencia -agregó el Gordo con aires de importancia,
mientras se sacaba la camisa empapada en el sudor del esfuerzo.
La
verdad es que mientras los escuchaba me divertí de lo lindo. Creo que hasta por
un momento me olvidé de toda nuestra tormenta, de toda la bronca que teníamos
adentro, de toda la rabia que juntamos desde abril hasta la semana pasada. Pero
apenas volvimos de comprar los panchos y nos tiramos en las gradas a comerlos,
el asunto se impuso en todo su tamaño.
-Vamos
a tener que hacernos caballito -de nuevo la voz de Beto, llamándome a la
realidad. Miraba el alambrado de arriba a abajo, tratando de calcular la
altura-. Está mucho más alto que cuando dimos la vuelta, ¿no?
-No,
lo que pasa es que ahora sos quince años más viejo, nabo. -El Gordo era un
optimista de raza, no cabían dudas.
-Déjate
de joder, que hablo en serio. Cuando salimos campeones nos hicimos caballito y
saltamos enseguida. Y aparte no estaba el de púas arriba de todo. ¡Mirá ahora!
-Tiene
razón, Gordo -intervine-. Por las púas no te preocupés. Para eso me traje la
campera gruesa. Lo que me da miedo es la cana. No nos van a dejar ni mamados.
Pero
el Gordo no era hombre de dejarse derrotar rápidamente.
-¿Y
vos te pensás que con la gente que va a haber a la hora del partido se van a
andar fijando? No te calentés, Ernesto.
-Ojalá,
Gordo. Ojalá sea como vos decís.
-La
única es hacerlo rápido, en medio del kilombo de la entrada. -Beto hablaba
mirándose los zapatos. Estaba tenso.
-Creo
que Beto tiene razón -concedí-. Igual tenemos que apurarnos.
Terminamos
los panchos y volvimos al alambrado. La cancha se iba llenando de a poco. Pensé
que era una suerte. Porque así, a cancha llena, era mejor. Somos una manga de
ilusos, me dije: ganamos tres partidos y venimos como chicos a esperar que rompan
la piñata. Cuando terminó el preliminar, la gente que estaba sentada tuvo que
pararse porque ya no se veía nada. Habían llegado las banderas. Un par de
pibitos las ataban en la parte alta del alambrado. Estaban sonando los bombos.
De repente, un cantito nació del codo más cercano a la platea. La gente empezó
a prenderse. Nosotros también cantamos. Cuando Luisito se sacó la camiseta y
empezó a revolearla por sobre su cabeza, y le vi los hombritos pálidos y las
pecas, retrocedí treinta años, me acordé de vos y me puse a llorar como un
boludo. Beto me pegó dos bifes y me sacudió la melancolía:
-No
seas imbécil, a ver si te ve el pibe.
El
Gordo cantaba como un poseído. Desde el codo llegó otro canto a encimarse con
el primero. Pero ahora la gente saltaba. Y yo sentí esa sensación
indescriptible de estar en una cancha envuelto por el canto de la hinchada
nuestra, el vértigo del piso moviéndose bajo los pies y ese canto que cinco mil
tipos vociferan desafinados pero que todo junto suena precioso, como si hubiesen
estudiado música.
Corrieron
la tapa del túnel y el Gordo hizo una seña. Se plantó bien firme sobre las dos
piernas abiertas y se agarró fuerte del alambrado. Beto se le trepó como pudo,
escalando la carne rosada de la espalda del otro.
-¡Aaaaayyyyyy!
¿Para qué mierda venís a la cancha en mocasines, tarado?
-¡Calláte
y quedáte quieto, Gordo, que me estoy cayendo al carajo!
-¡Metánlé,
metanlé! -Yo miraba para todos lados buscando a los canas, pero no se veía
nada.
Beto
llegó por fin hasta los hombros del otro, atenazó el alambrado con las manos
finitas y me gritó que subiera. Me di vuelta hacia Luisito, que interrumpió la
revoleada de camiseta para darme un abrazo tan fuerte que me temblaron de
vuelta las piernas.
-Gracias,
tío -me dijo. ¿Te das cuenta, el mocoso? Va y me dice gracias, tío. Y yo con
esta cara de boludo, llorando como una madre, semejante grandulón de cuarenta y
tres pirulos, pelado como felpudo de ministerio, socio conocido y respetado de
la institución, subiéndome a babuchas de un gordo que insulta en dos idiomas
mientras sostengo entre los dientes una bolsa de papel picado.
Pero
por otro lado, mejor, porque el llanto y la sensación de ridículo me lavan,
¿entendés?, me purifican. Porque mientras le piso la cabeza al Gordo suelto una
risita al escuchar su puteada, y mientras flameo a punto de caerme, y me agarro
como puedo de la camisa de Beto y siento cómo ceden las costuras, empiezo a ver
la cancha como aquella vez, hasta las manos de gente, ¿te acordás? Un gentío
increíble, mientras subíamos al alambrado para tirarnos a dar la vuelta. La
soñada, la prometida, la imprescindible vuelta olímpica que nos juramos dar
cuando fuimos por primera vez a la cancha los cuatro, un miércoles que nos
rateamos de séptimo grado, y aunque perdimos tres a cero dijimos «el fin de
semana volvemos», y volvimos a perder como perros, pero de nuevo juramos «hasta
que salgamos campeones vamos a seguir viniendo». Y ese día, el glorioso, vos me
decías: «¿Viste, Ernesto?, ¡mira lo que es esto, mira lo que es esto!», y desde
lo alto del alambre me mostrabas las dos cabeceras llenas, el hervidero del
sector Socios, la platea enloquecida. Y ahora es casi igual, porque mientras me
acomodo en los hombros de Beto y trato de recuperar el aliento veo a todo el
mundo saltando y gritando, y escucho los petardos, y veo las banderas que
brillan en el sol de noviembre y es casi lo mismo, porque viendo la cancha así
pienso que si salimos campeones una vez podremos salir de nuevo, y me duelen
los dientes de tan apretados que los tengo sobre la bolsa pero no me importa,
ni me importan los cuatro policías que vienen abriéndose paso entre la gente
para bajar a esos tres boludos que se creen equilibristas soviéticos. Porque al
final entiendo todo, porque ahora se me borra el dolor de tu ausencia, o mejor
dicho ahora te encuentro, y me parece que todo cierra, que nos rateamos en
séptimo y que vinimos en las buenas y en las malas y que te enfermaste y que me
pediste y que te prometí solamente para esto, para que yo me estire y me agarre
del alambre de púas y con la mano libre abra la bolsa y hurgue en el fondo y
encuentre bien guardada la cajita. Para que vocifere dale campeón, dale
campeón, junto con el Gordo, con Beto, con Luisito y con los otros cinco mil
enajenados; para que la abra mientras miro al cielo y al sol que se recuesta
sobre la tribuna visitante, para que entienda al fin que allí te vas y te
quedás para siempre, en ese grito tenaz, en ese amor inexplicable, en las
camisetas que empiezan a asomar desde el túnel, y en ese vuelo último y
triunfal de tus cenizas.