sábado, 14 de noviembre de 2015
El cielo entre los durmientes, de Humberto Costantini.
Ni un alma por
la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose
por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos
refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda
montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho.
Por la calle
vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de
la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido
y contento. No hubiera sido necesario que me dijera –¿salís?– con un grito
breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo
estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio
adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de
algún mangangá.
Por eso no le
contesté nada y enseguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a
caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que
ese –¿salís?– liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una
transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le
brillan en la mirada.
Un saludo –¿qué
hacés?– y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente,
cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por
momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos
lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño
ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La
tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro,
con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no
sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una
selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un
alguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y
siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la
esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. –¡A que no lo
agarrás!
Caminamos. Las
cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después
otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Ésta es
otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos.
¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro.
La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y
a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos.
Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y
de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un
disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se
contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de
los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa
todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa.
La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados,
nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin porqué, como si una bandada de
gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina.
Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias,
jardines, postes de teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando
el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el
silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto
mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. –¡A ver quién
llega primero!
Salimos como
balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el
jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me
pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va
quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde
arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene
la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la
espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda
una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le
ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio
sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la
calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y
hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando
indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a
clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo
de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en
cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta,
corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera,
viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que
estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un
puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo.
Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el
bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda
la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor,
chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad,
sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan
a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar
los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una
pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un
desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo
de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el
silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el
rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en
el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un
yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
–A no soltarse,
¿eh?
–No, a no
soltarse.
De pronto
llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros
imposible de confundir.
Con cierta
parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto,
otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca. Tomamos posiciones.
–¡Cuando yo
diga saltamos!
El silencio,
avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y
miramos los durmientes allá arriba.
–A no solt...
–¡Ahora!
Me falla un
salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya
está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo
escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. –¿No quemará la
locomotora?–. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego, vapor y un ruido de
pesadilla.
No sabemos cómo
fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente,
mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos
acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos,
avergonzados.
–¡Vos te
soltaste primero!
–¡Tenías una
cara de miedo vos...
Otra vez el
silencio. La sierra sin fin de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros.
Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
–Si vos te
quedabas, yo me quedaba...
–Yo también, si
vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al
suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El
reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la
vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que
se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el
latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un
gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente
y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
–Un, dos,
tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las
voces de la siesta.
Ahora sí. Es un
tren éste. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice
una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El
contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
–¡Cuando yo
diga!
El ruido que
crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. –¡Ahora! –digo, y
salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido
durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se
columpia en el suyo.
El ruido
ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta
amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de
hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso
del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta
de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me
mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no
termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña
encima de mi cabeza. El calor, el ruido. Todavía no sé si voy a quedarme hasta
que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar.
Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo
hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor
se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No
doy más, me quedo hasta que se quede Cacho.
¿Cuánto faltará
todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas
tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo
bajar. ¿Cuánto faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose
hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar.
Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
Algo dulce que
nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre
los durmientes.
Un silencio que
crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados
y nos miramos sonriendo.
La tarde canta
en la voz de las cigarras. ¿Te acordás, Ernesto, cómo cantaba?
viernes, 13 de noviembre de 2015
El penal más largo del mundo, de Osvaldo Soriano.
El penal más fantástico del que yo
tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del Valle de Río Negro,
en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar
era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una
calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de
fútbol que participaba en el campeonato del Valle porque los domingos no
había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y
el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los
mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos
tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi
cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En la
copa participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más
abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 habían terminado en el
decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja
bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron
ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En
cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran
los punteros del torneo, en los doce pueblos del Valle empezó a hablarse
de ellos.
Las victorias habían sido por un
gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de
Padín, Constante Gauna y el Tata Cardiles, quedara relegado al segundo
puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en
el ómnibus, en la plaza, pero nadie imaginaba todavía que al terminar el
otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Los terrenos se llenaban para verlos
perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos,
pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la
pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos finitos, un lunar
en la frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque
y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público
se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados,
no nos explicábamos por qué ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta
lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para
salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el uno a cero y les
alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches
celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Zulema se quejaba de
que se comieran las pocas cosas que guardaba en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo se
les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban
demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún
juguete o caramelos para los hijos y en el cine las novias les consentían
caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba
en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por dos a
uno. En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio
y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando
Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos,
entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse.
Pero el domingo siguiente ganaron
uno a cero y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y
llegaron a la primavera con sólo un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue
histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las
casas vecinas también y todo el pueblo esperaba que Deportivo Belgrano, de
local, repitiera por lo menos los siete goles de la primera rueda. El día
era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella
Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron la tribuna por asalto y
los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se
quedaran quietos.
El árbitro que pitó el penal era
Herminio Silva, un epiléptico que vendía rifas en el club local y todo el mundo
entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del
segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había sancionado la pena máxima,
por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de
Estrella Polar y dieran cabriolas y volteretas para impresionarlo. Con el
empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto
por sí mismo y no daba el penal porque no había infracción.
Pero a los cuarenta y dos minutos,
todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de
Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y puso dos a uno al
visitante. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el
partido hasta que Padín entró en el área y no bien se le acercó
un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso, y señaló
el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una
mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no
alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella
Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta
pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de
despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida,
suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando
militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó enganchar un tren
para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir
allí.
Según el tribunal de la Liga, que se
reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución
del tiro penal, y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador, y
el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo
estadio, a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue,
si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia.
El miércoles faltamos al colegio y
nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos
los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una
larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje
negro y lunar en la frente trataba de explicarles que esa no era la mejor
manera de probar al arquero. Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó
unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un
soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí
militar y casi arranca la red.
Al caer la tarde volvieron al
pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó
toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta
que después de comer se puso un palillo en la boca y dijo:
-Constante los tira a la
derecha.
-Siempre -dijo el presidente del
club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el
Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y
listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. El sabe que yo sé que él sabe
-dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato está cada vez más raro
-dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el
miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías
del tren, estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
-¿Lo vas a atajar? -le preguntó,
ansioso, el empleado de la bicicletería.
-No sé. ¿Qué me cambia eso? -preguntó.
-Que nos consagramos todos, Gato.
Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
-Yo me voy consagrar cuando la rubia
de Ferreira me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia Ferreira estaba
atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo
de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.
-Esto te lo manda el Gato Díaz y
hasta el jueves vos decís que es tu novio.
-Pobre tipo -dijo ella con una mueca
y ni miró las flores que habían llegado desde Neuquén por el ómnibus de
las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En
el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia Ferreira se quedó
sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el
programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz
pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al
caer la tarde la quiso besar pero ella dio vuelta la cara y dijo que el
domingo a la noche tal vez, si atajaba el penal, en el baile.
-¿Y yo cómo sé? -dijo él.
-¿Cómo sabés qué?
-Si me tengo que tirar para ese
lado.
La rubia Ferreira le tomó una mano y
lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
-En esta vida nunca se sabe quién
engaña a quién -dijo ella.
-¿Y si no lo atajo? -preguntó el
Gato.
-Entonces quiere decir que no me
querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del
club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la
entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando
bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había televisión ni emisoras
de radio ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de
manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio
y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a
un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo
que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda y que a su vez
transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba
adonde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos
equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en
serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando
todos estuvieron reunidos en el medio de la cancha fue derecho hasta donde
estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y
lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja y
Herminio señalaba la entrada del túnel con una mano firme de la que
colgaba el silbato. Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería
quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la
pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar.
El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una
cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el
paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó
sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas empezamos a
apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el
tránsito y todo el mundo estaba pendiente de ese instante porque hacía diez
años que el Deportivo Belgrano no perdía una copa ni un campeonato.
También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de
relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban
de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando
Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores
y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se
acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas
que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado tantas veces ese penal
-contó después-, que volvería a patearlo a cada instante de su vida,
dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva
se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la
boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había
machacado tanto sobre la nuca que cuando la pelota salió hacía el arco sintió
que los ojos se le reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca.
Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando
vueltas hacia el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que
las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado.
El Gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía, en que alguien
corriera a tirar la pelota al corner porque había quedado picando en el
área.
El petiso Mirabelli llegó primero
que nadie y la tiró afuera, contra el alambrado, pero Herminio Silva no
podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con un ataque de
epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se arrojó sobre el Gato Díaz para
festejar, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera
levantada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: “¡No
vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en boca,
jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la
ruta todos abrieron damajuanas de vino y empezaron a celebrar, aunque el
“no vale” llegara balbuceado por los mensajeros con una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso
de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo
primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la
cabeza y dijo que había que tirar de nuevo porque él no había estado allí
y el reglamento señala que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado.
Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de
rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche
él tenía una cita y una promesa y fue a ponerse otra vez bajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca
fe porque le ofreció el tiro a Padín y sólo después fue hacía la pelota
mientras el juez de línea ayudaba a Herminio a mantenerse parado. Afuera
se escuchaban bocinazos de festejo de los de Deportivo Belgrano y los
jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados
por la policía.
El pelotazo salió a la izquierda y
el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad
que nunca más volvió a tener. Constante Gauna miró al cielo y se echó a llorar.
Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, que miraba
la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija en
la calesita.
Dos años más tarde, cuando el Gato
era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce
pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los
dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que
no era de la rubia de Ferreira sino de la hermana del Colo Rivero, que era
tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la
pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque
estaba muy duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota
dentro del arco, estaba levantándose como un perro apaleado.
-Bien, pibe -me dijo-. Algún día vas
a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero nadie te
lo va a creer.
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