A los diez años, la gente no se diferencia notablemente
de sus semejantes; en tal sentido Matías no era una criatura demasiado extraña.
Salvo, acaso, que pintaba. Y que una vez pintó el retrato del hermano Leonardo.
Matías nació en otoño, de noche. Hay quien asegura que
los nacidos en estas circunstancias son propensos a la fiebre o a la Magia. Y
que por eso pueden ver, o imaginan, cosas que para los demás no existen. No sé,
nadie sabe qué hay de verdad o de mentira en esto, pero es posible que Matías
haya aprendido a verlas cuando sus familiares, una tarde, lo llevaron a aquel
internado de largas galerías y viejos sacerdotes salesianos. A partir de
entonces, solía despertarse a medianoche, sobresaltado, imaginando entre las
sombras de los dormitorios altas figuras torvas, en procesión, rezando.
Por lo demás, en aquel sitio se contaban historias de
pastores, niños pastores, que alguna mañana –en algún país y en algún tiempo
siempre remotos- habían visto a una muchacha muy hermosa, rubia, de nombre
María. Y no sería extraño que los doscientos o trescientos pupilos de aquel
colegio guardaran, en lo más recóndito de su corazón, el secreto de un
encuentro (que no se atrevían a contar, pues los viejos curas no daban crédito
a estas historias y castigaban a sus autores) o una visita de aquella muchacha
que tenía un vestido muy azul, era mucho más hermosa que la de la capilla y parecía
estar hecha de reflejos. Hay una edad, yo lo sé, en que es fácil ser mago. He
vivido de chico en un sitio como aquél. He visto, durante la bendición
nocturna, el temblor de los altos cirios, que hace cambiar de posición las
imágenes de los santos, y todo repentinamente se vuelve milagroso o atroz.
No se sabe por qué circunstancias, Matías tuvo acceso al
refectorio. Allí vio por primera vez aquel gran cuadro. Le pareció tan hermoso
que hubiera cambiado todos sus paseos de cada domingo, durante un mes, por ver
al autor de semejante maravilla. Y es posible que lo haya dicho en voz alta
porque, de pronto, entre las sombras del presbiterio, apareció la silueta del
hermano Leonardo.
-Aquí estoy –dijo.
A partir de aquel día, se hicieron los mejores amigos del
mundo. Esa misma tarde sucedió un hecho curioso: Matías, que había encontrado
en la biblioteca de los sacerdotes un gran libro de tapas negras donde hablaba
de cosas terribles que les sucederían a los hombres algún día, dibujó,
inspirado en ellas, unas figuras sumamente hermosas. Al mostrárselas al padre
Esteban, su maestro de dibujo, éste estuvo a punto de huir aterrorizado.
-¿Qué significan estos diablos? –dijo.
-No son diablos –aseguró Matías. –Son ángeles.
-¡El Señor nos asista! –gritó el buen cura.
Y ya no hubo manera de hacerle comprender que aquellos
animales no eran más inverosímiles, ni menos feos, que los descritos en el
cielo de San Juan, a quien el propio padre Esteban admiraba tanto.
Esa tarde Matías recibió un severo castigo, y su dibujo, que
él no solo consideraba precioso sino del todo real, pues no concebía que un
Santo como San Juan mintiese, fue roto delante de todos los alumnos.
Y en penitencia se le prohibió, durante un mes, el paseo
de los domingos.
-No importa –le dijo después el hermano Leonardo. –Con mi
primera pintura sucedió algo parecido. Dibujé una Gorgona y unos bichos. Micer
Pietro estuvo a punto de desmayarse.
La criatura no sabía qué era la Gorgona ni quién era
Micer Pietro, pero se había acostumbrado a callar cuando su amigo hablaba.
Durante muchos domingos volvieron a encontrarse en el refectorio. Y allí, mientras
el hermano le explicaba el sentido de cada una de las trece figuras
reproducidas en el cuadro, Matías empezó a pintar su retrato.
El hermano era un hombre alto, muy hermoso, y parecía
extranjero. Tenía un acento extraño, como de persona muy sabia. Jamás se lo
veía con los sacerdotes –y esto me hace pensar que era, solamente, un hermano
laico-. Usaba ropas oscuras y un gorro no muy serio, algo extravagante, más
bien cómico. Alguna vez, Matías intentó hablar de él con sus compañeros, pero,
al parecer, nadie lo conocía. El hecho, de cualquier manera, no era demasiado
extraordinario, puesto que los otros solían hablarle de muchos personajes que,
sin duda, andaban por el colegio, pero a quienes Matías nunca había visto: el
internado era enorme, y resultaba muy difícil conocer no solo a sus doscientos
o trescientos pupilos, sino siquiera a la mayoría de los sacerdotes, a Micer
Pietro y a los hermanos laicos.
Oír hablar a aquel hombre era bastante complicado. A
veces parecía olvidar que estaba ante a un chico y contaba cosas realmente
inexplicables, inventos. Sobre todo le gustaba idear mecanismos extraños cuya
utilidad, es cierto, no parecía estar muy de acuerdo con la seriedad de un
hermano: una vez imaginó una fórmula de hedor tan intolerable que cuando Matías
apretó las vejigas que juntos habían ocultado en el Estudio, huyeron
despavoridos, tapándose las narices, todos los alumnos y el mismo padre
Esteban. Sin que nadie lo viera, del otro lado de la ventana, el hermano
Leonardo sonreía.
Sin embargo, el tema favorito de sus conversaciones en la
soledad del presbiterio donde lo esperaba casi todas las noches –y al que
Matías se acostumbró a entrar cuando todos dormían- era la Pintura. En ese
terreno el extranjero era un oráculo. Con voz profunda hablaba de los colores,
las sombras, el aspecto del humo, la niebla o las nubes, según hubiera sol o
lloviese. No ignoraba nada. Ni los secretos del relieve, ni los del dibujo, ni
los del color, que ponía en este orden, afirmando que el primero de todos, el
movimiento, solo puede concebirlo el genio. Y fruncía las cejas. Y mientras
Matías pintaba aquel retrato hablaba sin interrupción.
-¿A qué altura deben estar los ojos del modelo?
-preguntaba el hermano.
-A la altura de los ojos míos -respondía Matías.
-¿Qué es más noble, la imitación de las obras antiguas o
las modernas?
-La imitación de las antiguas.
-¿Y qué pasa con el discípulo?
-Debe superar al maestro.
Los domingos, cuando le fue levantado el castigo y los
muchachos iban de recreo a los campos del colegio, Matías se acostumbró a
alejarse de los grupos y encontrar, en cualquier rincón solitario, al hermano.
Allí seguían hablando y pintando juntos. Su amigo era severo. Le hacía repetir
hasta el agotamiento los ejercicios de dibujar una hoja o copiar una sombra.
"¿Qué pasa con aquellos a quienes conforma su propia obra?",
preguntaba. "Son grandes marranos", repetía Matías.
Y el hermano laico se reía entonces.
Fue durante uno de estos paseos cuando, en combinación
con Matías, ideó un raro artefacto que levantaba en plena noche las camas y
hacía saltar de espanto a quienes dormían. Otras veces, hablaba de métodos para
andar por el aire, o el agua, o bajo el agua. Algunos de estos inventos, en
opinión de Matías, ya estaban en pleno uso desde hacía muchos años, pero el
hermano parecía no saberlo, o bien lo fingía.
Mientras tanto, los progresos del muchacho eran tan
notables que el padre Esteban estaba asombrado y, más por salvar su prestigio de
maestro que por otra cosa, corregía de tanto en tanto algún contorno o alguna
perspectiva.
-¿Quién se atrevió a modificar esto? -preguntó el
hermano, viendo una de las correcciones del padre Esteban.
-El padre Esteban -dijo Matías.
-El padre Esteban es un asno perfecto. Los priores nunca
saben nada. Ya me pasó una vez, en el Convento de Las Gracias. Los dominicos
contrataron a un tal Bellini, no, Belloti, para restaurar aquel cuadro del
refectorio...
Matías lo interrumpió. No entendía bien, pero se atrevió
a decir:
-Los salesianos.
-Los dominicos, caballerito. No voy a saber yo dónde
pinté mi cuadro. Esto que hay aquí es una copia, un grabado de una copia. En
definitiva: nada. Yo creía en la duración de las cosas. ¡Inventé fórmulas, hice
combinaciones! A los cuarenta años, la pintura empezó a borrarse; a los
sesenta, apenas se veía el dibujo. Al siglo, apenas se veía nada. Las paredes
empezaron a descascararse y los dominicos no encontraron manera mejor de
arreglar aquello que dando unos cuantos martillazos. Cristo se quedó sin
piernas. Sobre su cabeza, clavaron un escudo de armas. Entonces vino Belloti:
lo repintó íntegro. Y más tarde un signore
Bozzi. Y antes, los dragones del ejército francés, que tomaron aquel sitio
por cuadra y arrojaban piedras a la cabeza de los Apóstoles. Y después, las
inundaciones. Y los ilustres charlatanes todavía siguen hablando de mis pinceladas. ¡Mis pinceladas! Ah, y
me olvidaba de un tal Mazza. Afortunadamente el padre Galloni lo echó a puntapiés.
Matías tampoco conocía al padre Galloni y, al oír todo eso,
pensó que su amigo exageraba. De todo modos, prefirió no hacérselo notar. Además,
mientras el hermano hablaba, la criatura iba dándole los últimos retoques a su
retrato. Aquella expresión iracunda daba al ceño del hermano un carácter muy
digno.
-Aquí estás -dijo por fin Matías.
El hermano Leonardo miró, aprobó y habló por última vez:
-¿Qué pasa con los discípulos?
- Deben superar a sus maestros -dijo Matías.
Nunca volvieron a verse. Al día siguiente el refectorio
estaba clausurado. No hubo manera de hallar al hermano que había inventado el
Compás Proporcional, el aparato de hacer saltar camas, la barca para remontar
corrientes, el pito de agua y la manera de levantar la enorme edificación de
San Lorenzo para asentarla sobre un pedestal más hermoso. El bello hermano
Leonardo, que decía haber pintado La Cena
en el refectorio del Convento de Las Gracias, lejos, en Florencia.