martes, 26 de abril de 2016
miércoles, 20 de abril de 2016
domingo, 17 de abril de 2016
Las manos que crecen, de Julio Cortázar.
Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un
canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las
acciones, tal como suele ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba
bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada.
Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar
fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en
las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo,
sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían
de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos;
las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como
cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo
rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se
hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary,
él sentía el corazón lleno de júbilo.
Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo.
Dijo: —Ya tienes bastante, estúpido. Adiós.
Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el
corredor que conducía lejanamente a la calle.
Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las
trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había
hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie
discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
El corredor se extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué
tardaba tanto en recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y
sostenido por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la
satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano comparable a
sus manos; probablemente tampoco las había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió
a mirarlas, hamacándose como bielas o niñas en vacaciones; las sintió
profundamente suyas, atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de
las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.
Silbaba, marcando el compás con la marcha por el interminable
pasillo. Todavía quedaba una gran distancia para alcanzar la puerta de salida.
Pero qué importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en
verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al departamento de Margie.
Almorzaría con Margie, por el solo placer de decirle palabras cariñosas, y
tornaría luego a cumplir la jornada vespertina. Mucho trabajo,
en la Municipalidad. No bastaban todas las manos para cubrir la tarea. Las
manos... Pero las suyas sí que habían estado atareadas rato antes. Pegar y
pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba
lejos, y era mediodía.
La luz de la puerta empezaba a agitarse en la atmósfera visual
de Plack. Dejó de silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin
motivo, sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba por
el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban arrastrando por el
suelo.
Miró hacia abajo y vio que los dedos de sus manos arrastraban
por el suelo.
Los dedos de sus manos arrastraban por el suelo. Diez
sensaciones incidían en el cerebro de Plack con la colérica enunciación de las
novedades repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos parecían
orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el
suelo.
A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas
en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel
de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada
mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al
imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas!
Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender
en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar
las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la
palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y
frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como
un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía.
Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que
una galletita vieja.
Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse,
arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía
el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le
pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la
puerta.
El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo
resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia
afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de
costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer
pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese
posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la
puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies
cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La
verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un
reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de
las uñas persistía en su prolijidad (Margie). Plack respiró profundamente,
técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para
enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que
su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo,
como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas.
Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como
tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco
las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora
era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro.
Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo
con la cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera
el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado
y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos
que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de
la acera acababan de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban
llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte
con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?
El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos
al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas,
pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para
que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo
como sin ganas. Había un negro en el volante.
—¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela,
tómame la mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más despacio,
así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco,
y después vete al mismo infierno, negro de todos los diablos.
—¡Praderas verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional
color ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su asiento. Apenas había sitio para él: las manos
ocupaban todo el piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y
Plack estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco
se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le
descansaban sucias y macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada
contra una columna de alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en
casa de Margie. Por Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver
un médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo
hambre, tengo sueño.
Golpeó con la frente el cristal delantero.
—Llévame a la calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta
y seis. Consultorio del doctor September.
Después se puso tan contento ante la idea que acababa de
ocurrírsele que llegó a sentir el impulso de restregarse las manos de gusto;
las movió pesadamente, las dejó estar.
El negro le subió las manos hasta el consultorio del doctor.
Hubo una espantosa corrida en la sala de espera cuando Plack apareció,
caminando detrás de sus manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a
mares y gimiendo.
—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el
bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el
otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar,
guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su
enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas
para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta
el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una
redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack,
advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el
apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack? Plack lo miró con lástima.
—Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico.
¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo?
—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de
Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer
preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al
asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño,
Plack. —¿A usted le parece?
—Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me
permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania,
¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda
bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de
las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para
Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí
esta misma noche.
Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan
sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un
seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden
por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a
estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su
reloj pulsera —. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no
creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar
el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus...
—El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó
mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le
digo que me opere! ¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!... ¡Comprenda lo que
sufro! ¿Nunca le crecieron las manos, a usted...? ¡Pues a mí, sí! ¡Ahí
tiene...; a mí, sí!
Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y
goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que
descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo
de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y
le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes
se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September,
enfundado en siete metros de género blanco; y lo único vivo que había en él
eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el momento terrible de la vuelta a la
vida, después de la anestesia.
Lo acostaron dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre
la mesa de mármol donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September
se acercó, riendo por debajo de la mascarilla.
—Korinkus vendrá a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es
fácil. Piense en cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus
manos? Cuando despierte... ya no estarán con usted.
Plack hizo un gesto tímido. Empezó a mirarse las manos, primero
una y después otra. «Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario
de formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que
os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada,
en homenaje a la paliza que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente...
Habían acercado algodones a su rostro y Plack estaba empezando a
sentir un olor dulce y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo
una suave señal negativa. Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo
durmieran, entretenerse pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary.
Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además
un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele
ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle.
Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía
nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse
fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en
las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera
imagen que se coló en ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que
se inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..! Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una
cosa así...
Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor
September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a
los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros
empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido.
—¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—.
¿Te... te sientes mejor?
Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad.
¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula,
desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».
Lanzó una aguda
carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía
ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos
brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a
dar una paliza que te tendrá un año en cama...!
Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto
concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones.
Casa tomada, de Julio Cortázar.
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda
la infancia.
Nos
habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en
esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las
últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos
sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa
y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor
motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple
y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada
por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene
era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal
se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué
tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor
el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre
necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos
para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque
algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana
encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo
al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los
colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero
es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede
releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo
sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno
de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas.
No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los
campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido,
mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las
manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en
el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo
no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos,
la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la
que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de
roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y
el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel
daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al
frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la
casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y
seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la
puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse;
Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble
cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.
Lo
recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente
se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar
la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y
sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui
a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del
mate le dije a Irene:
–
Tuve que cerrar la
puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó
caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
–
¿Estás seguro?
Asentí.
–
Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo
cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los
primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par
de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y
creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún
cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
–
No está aquí.
Y
era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero
también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a
preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene
estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en
el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
–
Fijate este punto
que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un
rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para
que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a
poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando
Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa
voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta.
Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían
caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de
noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y
frecuentes insomnios.
Aparte
de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el
roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum
filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y
el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más
alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de
loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces
permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al
living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más
despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando
Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es
casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua.
Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en
la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A
Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin
decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran
de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo
mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No
nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta
la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte,
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos
quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
–
Han tomado esta
parte –dijo Irene.
El tejido le
colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo.
Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin
mirarlo.
–
¿Tuviste tiempo de
traer alguna cosa? –le pregunté inútilmente.
–
No, nada.
Estábamos
con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio.
Ya era tarde ahora.
Como
me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la
calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré
la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
sábado, 16 de abril de 2016
Axolotl, de Julio Cortázar.
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a
verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos,
observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que
París abría su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el
bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto
gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero
nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi
bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y
tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares
hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí,
incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe
que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios
del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus
pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se
han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los
períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de
las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son
comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de
hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día
siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de
mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el
billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a
mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento
comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante
seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera
mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se
amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y
mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares, y la
mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los
que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme
a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario.
Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para
estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las
estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de
quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza
extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría
una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó
fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas
minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro
inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de
alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero
mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto
áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza
vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una
total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba
disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su
tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin
vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le
crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las
branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las
ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se
movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo.
Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas
avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen
dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera
vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad
secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después
supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en
las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple
ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral
en el que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado
de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple
estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los
axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de
mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba
ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento
y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el
cristal, delante de sus caras; no se advertía la menor reacción. Los ojos de
oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una
profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser
un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los
rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría,
la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los
axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me
apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene
también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los
axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y
sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo
en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa
humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente
condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega,
el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me
penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos.» Me sorprendía musitando
palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían
mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se
enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían,
captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran
seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda
conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles
jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en
esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también
fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una
crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros
visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted
se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un
poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban
lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más
que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos
los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando
lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían
en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los
axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir.
Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor.
Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa
tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío
aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No
era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la
inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de
dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían.
Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los
axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada
de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis
ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris
y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio.
Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl
vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del
vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber.
Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo
que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía
mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era
un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible.
Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del
acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo.
El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un
cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado
vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas
insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando
moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe
que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba
también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de
expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara
del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin
asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que
no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo
único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al
principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al
misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo
porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre.
Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en
cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy
definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo
axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que
de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía
él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que
acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir
todo esto sobre los axolotl.
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