martes, 19 de mayo de 2015
martes, 12 de mayo de 2015
Casa
tomada [Julio Cortázar]
Nos gustaba la casa porque aparte de
espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir
solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a
las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales;
ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos
dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no
molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que
las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el
invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un
chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las
librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.
Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa
hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué
hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de
preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba.
Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución
de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que
la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que
se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta
parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para
hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad
porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego
la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de
roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en
el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí,
al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera
demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y
cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
- Tuve
que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus
graves ojos cansados.
- ¿Estás
seguro?
Asentí.
– Entonces -dijo recogiendo las
agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado,
pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco
gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso
porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis
libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en
invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.
- No
está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que
habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La
limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y
media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene
se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le
quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros,
pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas
de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno
en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo.
A veces Irene decía:
- Fijate
este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le
ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún
sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar.
Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo
me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce
a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en
la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de
tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble,
creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo
creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz,
me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las
consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el
brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.
- Han
tomado esta parte –dijo Irene.
El tejido le colgaba de las manos y
las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
- ¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté inútilmente.
- No,
nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de
los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi
que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo
que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve
lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No
fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a
esa hora y con la casa tomada.
martes, 5 de mayo de 2015
sábado, 2 de mayo de 2015
Axolotl [Julio Cortázar]
Hubo un tiempo en que yo pensaba
mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me
quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una
mañana de primavera en que París abría su cola de pavorreal después de la lenta
invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi
los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones
y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los
acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los
leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios,
soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una
hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève
consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas
de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran
mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados
aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado
ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía,
y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias.
Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su
aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras
especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir
todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios
sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que
bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto
porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo
infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había
bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas
corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo
yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario.
Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando
con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí
como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas
en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo
separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como
translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a
un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una
delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo
le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me
obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos
dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un
rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de
alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero
mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto
áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza
vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una
total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba
disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su
tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin
vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le
crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las
branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las
ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se
movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo.
Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas
avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen
dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo
inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me
pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una
inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias,
el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de
ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de
evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre
todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos
peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los
nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida
diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa
entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era
inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; no se advertía
la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz;
seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo
supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los
rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la
mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de
semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era
válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una
lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la
cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso
miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer
en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía
anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su
cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión
desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin
embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos.»
Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles
esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas
de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo;
tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus
vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una
relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a
veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza
tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir
máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin
embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber
sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese
atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía
riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba
cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un
canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era
como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los
imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de
pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día
continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen
párpados.
Ahora sé que no hubo nada de
extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario
el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese
sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo,
un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido
de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a
vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un
mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que
padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en
los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo
nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario,
mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin
iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al
vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del
axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro
lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir
pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como
el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía
a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de
comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que
ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento
era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un
axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de
creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme
lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino
a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a
mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero
tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un
hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos
que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero
viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y
se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que
obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho
en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía
más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están
cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno
a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto
modo a él -ah, sólo en cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo
porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa.
Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días,
cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me
consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un
cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
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