martes, 8 de noviembre de 2016
lunes, 26 de septiembre de 2016
La promesa, de Eduardo Sacheri.
Decime vos para qué cuernos te hice semejante promesa. Se ve que me
agarraste con la defensa baja y te dije que sí sin pensarlo. Pero esta mañana,
cuando me levanté, y tenía un nudo en la garganta, y una piedra que me subía y
me bajaba desde la boca hasta las tripas, empecé como loco a buscar alguna
excusa para hacerme el otario. Pero no me animé a fallarte, y a los muchachos
los había casi obligado a combinar para hoy, así que no podía ser yo quien se
borrara.
-¿A dónde vas? -me preguntó Raquel, cuando vio que a las doce dejaba el
mate e iba a vestirme.
-A la cancha, con los muchachos -le dije. No agregué palabra. Ella, que
no sabía nada, pobre, se moría por preguntarme. De entrada había pensado en
contarle. Pero viste cómo son las minas. Capaz que las agarrás torcidas y te
empiezan con que no, con que cómo se te ocurre, con que yo que Rita los saco a
escobazos, a vos te parece hacer semejante cosa. Y yo no estaba de ánimo como
para andar respondiendo cuestionamientos. Por eso no abrí la boca. Y Raquel
daba vueltas por la pieza mientras yo me ponía la remera y me ataba los
cordones. Me ofrecía un mate más para el estribo. Me decía te preparo unos
sándwiches y te los comés por el camino. Me seguía por la casa secundando mis
preparativos. A la altura del zaguán no pudo más:
-Pensé que habían dejado de ir -me soltó. Me volví a mirarla. No era su
culpa.
-Pero hoy vamos -respondí. La besé y me fui.
Eran las doce y cuarto. Llegué a lo de Beto a la una menos veinte.
-Pasa que estoy terminando de embolsar el papel. Dame una mano. -Me hizo
pasar a un comedor sombrío, donde el rigor del mediodía de noviembre se había
convertido en una penumbra agradablemente fresca. -Llená esa bolsa, que yo
termino con ésta. -Lo obedecí. Al salir pasó llave a la puerta y me dio una de
las dos bolsas para que cargara. -Metéle pata que llegamos al de menos cinco.
Con la lengua afuera subimos al tren y nos tiramos en un asiento de
cuatro. Casi no hablamos en todo el viaje. Cuando bajamos, el Gordo estaba
sentado en los caños negros y amarillos del paso a nivel. Nos hizo una seña de
saludo y se desencaramó como pudo.
-Quedé con Rita que pasábamos una y media. Métanle que vamos retrasados.
¿Se puede saber por qué tardaron tanto?
-Cómo se ve, Gordo, que esta mañana no tuviste que hacer un carajo -le
marcó Beto, con un gesto hacia las bolsas repletas de papelitos.
Caminamos las tres cuadras en silencio. Rita estaba esperándonos, porque
apenas el Gordo hizo sonar el timbre nos abrió y nos hizo pasar a la sala. Nos
turnamos para intercambiar besos y palmadas, pero después no supimos qué decir
y nos quedamos callados. En eso se sintió ruido de tropilla por el pasillo, y
entró Luisito hecho una tromba pateando la número cinco contra las paredes y
vociferando goles imaginarios. Cuando nos vio, largó la pelota y vino a
abrazarnos entre gritos de alegría.
-¿Te gusta, tío Ernesto? -me preguntó mientras estiraba con ambas manos
la camiseta lustrosa que tenía puesta.
-Che, dejame mirarte un poco. -Hice un silencio de contemplación
admirativa. -Pero ya parecés de la Primera, Luisito. ¿Vieron muchachos?
Los otros asintieron con ademanes grandilocuentes.
-Andá a buscarte el abrigo, Luis -mandó Rita, y dirigiéndose a nosotros:
-¿Toman algo, chicos?
-No, nena, gracias. Vamos un poco atrasados -respondí por todos.
-Vení, Ernesto, acompañame.
Rita me hizo seguirla hasta el dormitorio, mientras el Gordo y Beto le
tomaban lección a Luisito sobre la formación del equipo en las últimas dos
campañas.
-La verdad, es que mucho no lo entiendo, Ernesto. Pero bueno, si te lo
pidió habrá sido por algo.
Yo, para variar, no supe qué decir. Preferí preguntar:
-¿A Luisito qué le dijiste?
Me miró con ojos húmedos:
-Le dije la verdad. -Y luego, dudando: -¿Hice mal?
¿Y yo qué sé?, pensé.
-Quedáte tranquila, nena. Hiciste bien -respondí.
Cuando volvimos a la sala, el Gordo me informó en tono solemne que el
pibe se había trabucado únicamente con el reemplazante de Cajal entre la quinta
y la décima fecha del torneo anterior.
-Por lo demás estuvo perfecto -concluyó sonriendo.
Nos turnamos para estrechar, ceremoniosos, la mano del aprendiz, que no
cabía en sí del orgullo. Después nos despedimos de Rita y partimos.
En la esquina compramos una Coca grande. Nos la fuimos pasando mientras
esperábamos el colectivo.
-El que toma el último sorbo, la liga -lancé.
-No seas asqueroso -me reconvino Beto.
-Y vos no seas pelotudo -lo cortó el Gordo. Valió la pena la chanchada
sólo por verle la cara de repugnancia al pobre Beto. Como es de práctica en
estos casos, el último trago se fue prolongando hasta límites inverosímiles. Y
se cruzaron acusaciones recíprocas de: «¡Che, vos no tomaste, escupiste!», y
otras por el estilo. El Gordo, en un acto de arrojo, terminó con el suplicio
cerrando los ojos y bebiendo de un trago. Ahí Beto pudo desquitarse con cinco o
seis cachetazos a la espalda monumental del otro. Luisito se reía como loco. Y
yo por un ratito me olvidé del asunto que traíamos entre manos.
Bajamos del colectivo a cuatro cuadras de la cancha, en la parada de
siempre. Eran las dos y media, más o menos.
-¿Alguno sabe cómo cuernos vamos a pasar los controles de la cana? -A
veces Beto y su buen criterio me sacan de quicio.
-Dame una de las dos bolsas -le contesté haciéndome el impaciente.
Porque en el fondo tenía razón. Si nos paraba la cana, ¿qué decíamos?
Disimulé el asunto cuanto pude, entre los rollos de cinta y papel de diario
picado. Se la di a Luisito. Rita tenía razón, pensé. Mejor que el pibe sepa.
-Ustedes esperen acá a que entremos. Nos vemos en la puerta tres.
Si pasamos acá ya está, me dije mientras nos acercábamos al cordón
policial. Caminábamos sin apurarnos. Mi mano descansaba en el hombro de
Luisito. Me nacía llevarlo de la mano, pero como ya cumplió los diez pensé que
a lo mejor lo ponía incómodo. A él lo revisó una mujer policía, que apenas
hojeó por encimita el contenido de la bolsa. A mí faltó que me sacaran
radiografía de tórax y me pidieran el bucodental, pero finalmente pasé. En el
acceso mostré los carnets y seguimos viaje. Menos mal que había ido a pagar las
cuotas atrasadas en la semana, porque cuando pasamos por la ventanilla vi que
la cola era un infierno. Entramos a la cancha y me fui derechito adonde me
pediste: contra el alambrado, debajo del acceso tres, a mitad de camino entre el
mediocampo y el área. Un lugar de mierda, bah. Para el arco más cercano te da
el sol de frente desde media tarde. El otro arco no se ve, apenas se adivina.
Desde esa altura te lo tapa desde el juez de línea hasta el pibe que alcanza la
pelota. Además, cualquier tumulto que haya en las gradas se te vienen encima y
te dejan hecho puré contra los alambres. Pero al mismo tiempo es un lugar
histórico: el único sitio que supimos conseguir aquella tarde gloriosa en que
salimos campeones por primera (y hasta ahora única) vez en nuestra perra y
sufrida vida. Por eso me lo pediste. Y por eso enfilamos para ahí apenas
entramos.
Beto y el Gordo llegaron a los cinco minutos.
-¿Cuándo empieza la reserva? -preguntó el Gordo, que venía jadeando.
-En diez minutos -contesté.
-No es por nada, pero ¿vieron la altura que tiene el alambrado? -Beto
seguía empeñado en su maldito sentido común.
-Ya veremos -lo fulminé con una mirada de no hinches más, te lo pido por
lo que más quieras.
-Déjense de pavadas y vamos a jugar a algo. -El Gordo estaba decidido a
cumplir los rituales adecuados. Se plantó contra el alambrado y nos invitó a
acompañarlo.
-Ahora vas a ver cómo matan el tiempo los turros de tus tíos -le
expliqué a Luisito.
-¿Cuál querés? -El Gordo le cedió la iniciativa a Beto.
-Dame al cuatro de ellos.
-Como quieras. Yo me quedo con el diez nuestro.
-¿A qué juegan, tío?
-Esperá -contesté-. Esperá y vas a ver.
Apenas empezó el partido de reserva le vino un cambio de frente al diez
de nuestro equipo. Como la cancha es un picadero, la pelota tomó un efecto
extraño y se le escapó por debajo de la suela.
-¡Dale pibe! -tronó la voz frenética del Gordo-. ¡A ver si te metés un
poco en el partido! -El muchacho pareció no darse por enterado.
Al rato el cuatro visitante pasó como una exhalación pegado al lateral y
tiró un centro precioso, aunque ningún compañero llegó a cabecearlo. Beto se
colgó bien del alambrado e inició su participación en la competencia.
-¡Levantá la cabeza, pescado! ¡Hacé la pausa! ¿Siempre el mismo atorado?
¿Será posible? -Beto vociferaba mientras el cuatro intentaba volver a recuperar
las marcas.
Luego el diez nuestro eludió a un par de tipos y largó la pelota a
tiempo. Enseguida se volvió hacia el alambrado y buscó al que lo había
increpado, como diciendo a ver qué pavada decís ahora. El Gordo no perdió
tiempo.
-¡Por fin, muerto! ¡Por fin diste un pase como la gente, finadito!
Beto estaba nervioso. Su candidato estaba muy tirado atrás, y no
frecuentaba nuestro territorio. El Gordo se encaminaba a una victoria
indiscutible. Su hombre recibió el balón cerquita nuestro, lo protegió, y antes
de que pudiera hacer más recibió la atropellada de un rival que lo dejó tendido
encima de la línea de cal.
-¡Ma sí! ¡Lo mejor de la tarde! ¡Partilo en dos, total, pa' lo que
sirve...! ¿Qué hacés juez? ¿A quién vas a amonestar? ¿Por qué mejor no lo echás
al petiso ése, que tiene menos huevos que mi tía la soltera?
El diez, pobre pibe, saturado, apenas se puso de pie se acercó al
alambrado, lo ubicó al Gordo y le vomitó todos los insultos que pudo antes de
que el línea lo llamara al orden. Era el final.
-¡Tiempo! -gritó el Gordo, con los brazos en alto-. ¡Beto, pagá los panchos!
-Si serás turro, Gordo, no te gano desde el año pasado...
-Es una ciencia, pibe, es una ciencia -agregó el Gordo con aires de
importancia, mientras se sacaba la camisa empapada en el sudor del esfuerzo.
La verdad es que mientras los escuchaba me divertí de lo lindo. Creo que
hasta por un momento me olvidé de toda nuestra tormenta, de toda la bronca que
teníamos adentro, de toda la rabia que juntamos desde abril hasta la semana
pasada. Pero apenas volvimos de comprar los panchos y nos tiramos en las gradas
a comerlos, el asunto se impuso en todo su tamaño.
-Vamos a tener que hacernos caballito -de nuevo la voz de Beto,
llamándome a la realidad. Miraba el alambrado de arriba a abajo, tratando de
calcular la altura-. Está mucho más alto que cuando dimos la vuelta, ¿no?
-No, lo que pasa es que ahora sos quince años más viejo, nabo. -El Gordo
era un optimista de raza, no cabían dudas.
-Déjate de joder, que hablo en serio. Cuando salimos campeones nos
hicimos caballito y saltamos enseguida. Y aparte no estaba el de púas arriba de
todo. ¡Mirá ahora!
-Tiene razón, Gordo -intervine-. Por las púas no te preocupés. Para eso
me traje la campera gruesa. Lo que me da miedo es la cana. No nos van a dejar
ni mamados.
Pero el Gordo no era hombre de dejarse derrotar rápidamente.
-¿Y vos te pensás que con la gente que va a haber a la hora del partido
se van a andar fijando? No te calentés, Ernesto.
-Ojalá, Gordo. Ojalá sea como vos decís.
-La única es hacerlo rápido, en medio del kilombo de la entrada. -Beto
hablaba mirándose los zapatos. Estaba tenso.
-Creo que Beto tiene razón -concedí-. Igual tenemos que apurarnos.
Terminamos los panchos y volvimos al alambrado. La cancha se iba
llenando de a poco. Pensé que era una suerte. Porque así, a cancha llena, era
mejor. Somos una manga de ilusos, me dije: ganamos tres partidos y venimos como
chicos a esperar que rompan la piñata. Cuando terminó el preliminar, la gente
que estaba sentada tuvo que pararse porque ya no se veía nada. Habían llegado
las banderas. Un par de pibitos las ataban en la parte alta del alambrado.
Estaban sonando los bombos. De repente, un cantito nació del codo más cercano a
la platea. La gente empezó a prenderse. Nosotros también cantamos. Cuando
Luisito se sacó la camiseta y empezó a revolearla por sobre su cabeza, y le vi
los hombritos pálidos y las pecas, retrocedí treinta años, me acordé de vos y
me puse a llorar como un boludo. Beto me pegó dos bifes y me sacudió la
melancolía:
-No seas imbécil, a ver si te ve el pibe.
El Gordo cantaba como un poseído. Desde el codo llegó otro canto a
encimarse con el primero. Pero ahora la gente saltaba. Y yo sentí esa sensación
indescriptible de estar en una cancha envuelto por el canto de la hinchada
nuestra, el vértigo del piso moviéndose bajo los pies y ese canto que cinco mil
tipos vociferan desafinados pero que todo junto suena precioso, como si
hubiesen estudiado música.
Corrieron la tapa del túnel y el Gordo hizo una seña. Se plantó bien
firme sobre las dos piernas abiertas y se agarró fuerte del alambrado. Beto se
le trepó como pudo, escalando la carne rosada de la espalda del otro.
-¡Aaaaayyyyyy! ¿Para qué mierda venís a la cancha en mocasines, tarado?
-¡Calláte y quedáte quieto, Gordo, que me estoy cayendo al carajo!
-¡Metánlé, metanlé! -Yo miraba para todos lados buscando a los canas,
pero no se veía nada.
Beto llegó por fin hasta los hombros del otro, atenazó el alambrado con
las manos finitas y me gritó que subiera. Me di vuelta hacia Luisito, que
interrumpió la revoleada de camiseta para darme un abrazo tan fuerte que me
temblaron de vuelta las piernas.
-Gracias, tío -me dijo. ¿Te das cuenta, el mocoso? Va y me dice gracias,
tío. Y yo con esta cara de boludo, llorando como una madre, semejante grandulón
de cuarenta y tres pirulos, pelado como felpudo de ministerio, socio conocido y
respetado de la institución, subiéndome a babuchas de un gordo que insulta en
dos idiomas mientras sostengo entre los dientes una bolsa de papel picado.
Pero por otro lado, mejor, porque el llanto y la sensación de ridículo
me lavan, ¿entendés?, me purifican. Porque mientras le piso la cabeza al Gordo
suelto una risita al escuchar su puteada, y mientras flameo a punto de caerme,
y me agarro como puedo de la camisa de Beto y siento cómo ceden las costuras,
empiezo a ver la cancha como aquella vez, hasta las manos de gente, ¿te
acordás? Un gentío increíble, mientras subíamos al alambrado para tirarnos a
dar la vuelta. La soñada, la prometida, la imprescindible vuelta olímpica que
nos juramos dar cuando fuimos por primera vez a la cancha los cuatro, un
miércoles que nos rateamos de séptimo grado, y aunque perdimos tres a cero
dijimos «el fin de semana volvemos», y volvimos a perder como perros, pero de
nuevo juramos «hasta que salgamos campeones vamos a seguir viniendo». Y ese
día, el glorioso, vos me decías: «¿Viste, Ernesto?, ¡mira lo que es esto, mira
lo que es esto!», y desde lo alto del alambre me mostrabas las dos cabeceras
llenas, el hervidero del sector Socios, la platea enloquecida. Y ahora es casi
igual, porque mientras me acomodo en los hombros de Beto y trato de recuperar
el aliento veo a todo el mundo saltando y gritando, y escucho los petardos, y
veo las banderas que brillan en el sol de noviembre y es casi lo mismo, porque
viendo la cancha así pienso que si salimos campeones una vez podremos salir de
nuevo, y me duelen los dientes de tan apretados que los tengo sobre la bolsa
pero no me importa, ni me importan los cuatro policías que vienen abriéndose
paso entre la gente para bajar a esos tres boludos que se creen equilibristas
soviéticos. Porque al final entiendo todo, porque ahora se me borra el dolor de
tu ausencia, o mejor dicho ahora te encuentro, y me parece que todo cierra, que
nos rateamos en séptimo y que vinimos en las buenas y en las malas y que te
enfermaste y que me pediste y que te prometí solamente para esto, para que yo
me estire y me agarre del alambre de púas y con la mano libre abra la bolsa y
hurgue en el fondo y encuentre bien guardada la cajita. Para que vocifere dale
campeón, dale campeón, junto con el Gordo, con Beto, con Luisito y con los
otros cinco mil enajenados; para que la abra mientras miro al cielo y al sol
que se recuesta sobre la tribuna visitante, para que entienda al fin que allí
te vas y te quedás para siempre, en ese grito tenaz, en ese amor inexplicable,
en las camisetas que empiezan a asomar desde el túnel, y en ese vuelo último y
triunfal de tus cenizas.
La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo.
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo
había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a
El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces.
Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había
metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea
extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera
puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero
justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o
piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es
que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva.
Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella
estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la
ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al
menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un
rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le
ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer
trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien
conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras,
inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico
Brummel de provincias– y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a
pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a
causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije
en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la
madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas
compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi
abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser
muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos
clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante
aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre
vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos) y, las pocas veces que lo vimos,
costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una
mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que
el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario
conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a
acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no
íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha
también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con
nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos
jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló
exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos
veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos
nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza
de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y
entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que de
haberse tratado de una mujer cualquiera acaso ni habríamos pensado seriamente
en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos
a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo
monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre
de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma
noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo
perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó
atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de
diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la
cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo
olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y
amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer
morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de
alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor
era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué,
pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos
son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el
estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape
libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era
prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo
también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de
los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de
los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los
ojos cuando éramos chicos o, quizá, ahora me parecía que se los había visto
brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último
no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba,
y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero
ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba,
todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y
era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos
habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal,
no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea
atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad
bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró
más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la
estrecha le hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por
desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún
viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué,
esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé un ojo a la rubiecita que
estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El
turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal
me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la
rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de
sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le
dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por
el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó
mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida,
en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a
ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de
no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a
parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como
cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De
la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió.
Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho.
Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio
y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que
bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había
ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos,
separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del
agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos
dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos
quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel
verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó
del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer
era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una
sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma.
Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír
y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez
fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me
acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque
ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién
sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó
todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar
algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos
así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue
transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y
terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o
incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y
nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Y entonces fue que lo dijo. Dijo
si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
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