lunes, 26 de septiembre de 2016

La promesa, de Eduardo Sacheri.

Decime vos para qué cuernos te hice semejante promesa. Se ve que me agarraste con la defensa baja y te dije que sí sin pensarlo. Pero esta mañana, cuando me levanté, y tenía un nudo en la garganta, y una piedra que me subía y me bajaba desde la boca hasta las tripas, empecé como loco a buscar alguna excusa para hacerme el otario. Pero no me animé a fallarte, y a los muchachos los había casi obligado a combinar para hoy, así que no podía ser yo quien se borrara.
-¿A dónde vas? -me preguntó Raquel, cuando vio que a las doce dejaba el mate e iba a vestirme.
-A la cancha, con los muchachos -le dije. No agregué palabra. Ella, que no sabía nada, pobre, se moría por preguntarme. De entrada había pensado en contarle. Pero viste cómo son las minas. Capaz que las agarrás torcidas y te empiezan con que no, con que cómo se te ocurre, con que yo que Rita los saco a escobazos, a vos te parece hacer semejante cosa. Y yo no estaba de ánimo como para andar respondiendo cuestionamientos. Por eso no abrí la boca. Y Raquel daba vueltas por la pieza mientras yo me ponía la remera y me ataba los cordones. Me ofrecía un mate más para el estribo. Me decía te preparo unos sándwiches y te los comés por el camino. Me seguía por la casa secundando mis preparativos. A la altura del zaguán no pudo más:
-Pensé que habían dejado de ir -me soltó. Me volví a mirarla. No era su culpa.
-Pero hoy vamos -respondí. La besé y me fui.
Eran las doce y cuarto. Llegué a lo de Beto a la una menos veinte.
-Pasa que estoy terminando de embolsar el papel. Dame una mano. -Me hizo pasar a un comedor sombrío, donde el rigor del mediodía de noviembre se había convertido en una penumbra agradablemente fresca. -Llená esa bolsa, que yo termino con ésta. -Lo obedecí. Al salir pasó llave a la puerta y me dio una de las dos bolsas para que cargara. -Metéle pata que llegamos al de menos cinco.
Con la lengua afuera subimos al tren y nos tiramos en un asiento de cuatro. Casi no hablamos en todo el viaje. Cuando bajamos, el Gordo estaba sentado en los caños negros y amarillos del paso a nivel. Nos hizo una seña de saludo y se desencaramó como pudo.
-Quedé con Rita que pasábamos una y media. Métanle que vamos retrasados. ¿Se puede saber por qué tardaron tanto?
-Cómo se ve, Gordo, que esta mañana no tuviste que hacer un carajo -le marcó Beto, con un gesto hacia las bolsas repletas de papelitos.
Caminamos las tres cuadras en silencio. Rita estaba esperándonos, porque apenas el Gordo hizo sonar el timbre nos abrió y nos hizo pasar a la sala. Nos turnamos para intercambiar besos y palmadas, pero después no supimos qué decir y nos quedamos callados. En eso se sintió ruido de tropilla por el pasillo, y entró Luisito hecho una tromba pateando la número cinco contra las paredes y vociferando goles imaginarios. Cuando nos vio, largó la pelota y vino a abrazarnos entre gritos de alegría.
-¿Te gusta, tío Ernesto? -me preguntó mientras estiraba con ambas manos la camiseta lustrosa que tenía puesta.
-Che, dejame mirarte un poco. -Hice un silencio de contemplación admirativa. -Pero ya parecés de la Primera, Luisito. ¿Vieron muchachos?
Los otros asintieron con ademanes grandilocuentes.
-Andá a buscarte el abrigo, Luis -mandó Rita, y dirigiéndose a nosotros: -¿Toman algo, chicos?
-No, nena, gracias. Vamos un poco atrasados -respondí por todos.
-Vení, Ernesto, acompañame.
Rita me hizo seguirla hasta el dormitorio, mientras el Gordo y Beto le tomaban lección a Luisito sobre la formación del equipo en las últimas dos campañas.
-La verdad, es que mucho no lo entiendo, Ernesto. Pero bueno, si te lo pidió habrá sido por algo.
Yo, para variar, no supe qué decir. Preferí preguntar:
-¿A Luisito qué le dijiste?
Me miró con ojos húmedos:
-Le dije la verdad. -Y luego, dudando: -¿Hice mal?
¿Y yo qué sé?, pensé.
-Quedáte tranquila, nena. Hiciste bien -respondí.
Cuando volvimos a la sala, el Gordo me informó en tono solemne que el pibe se había trabucado únicamente con el reemplazante de Cajal entre la quinta y la décima fecha del torneo anterior.
-Por lo demás estuvo perfecto -concluyó sonriendo.
Nos turnamos para estrechar, ceremoniosos, la mano del aprendiz, que no cabía en sí del orgullo. Después nos despedimos de Rita y partimos.
En la esquina compramos una Coca grande. Nos la fuimos pasando mientras esperábamos el colectivo.
-El que toma el último sorbo, la liga -lancé.
-No seas asqueroso -me reconvino Beto.
-Y vos no seas pelotudo -lo cortó el Gordo. Valió la pena la chanchada sólo por verle la cara de repugnancia al pobre Beto. Como es de práctica en estos casos, el último trago se fue prolongando hasta límites inverosímiles. Y se cruzaron acusaciones recíprocas de: «¡Che, vos no tomaste, escupiste!», y otras por el estilo. El Gordo, en un acto de arrojo, terminó con el suplicio cerrando los ojos y bebiendo de un trago. Ahí Beto pudo desquitarse con cinco o seis cachetazos a la espalda monumental del otro. Luisito se reía como loco. Y yo por un ratito me olvidé del asunto que traíamos entre manos.
Bajamos del colectivo a cuatro cuadras de la cancha, en la parada de siempre. Eran las dos y media, más o menos.
-¿Alguno sabe cómo cuernos vamos a pasar los controles de la cana? -A veces Beto y su buen criterio me sacan de quicio.
-Dame una de las dos bolsas -le contesté haciéndome el impaciente.
Porque en el fondo tenía razón. Si nos paraba la cana, ¿qué decíamos? Disimulé el asunto cuanto pude, entre los rollos de cinta y papel de diario picado. Se la di a Luisito. Rita tenía razón, pensé. Mejor que el pibe sepa.
-Ustedes esperen acá a que entremos. Nos vemos en la puerta tres.
Si pasamos acá ya está, me dije mientras nos acercábamos al cordón policial. Caminábamos sin apurarnos. Mi mano descansaba en el hombro de Luisito. Me nacía llevarlo de la mano, pero como ya cumplió los diez pensé que a lo mejor lo ponía incómodo. A él lo revisó una mujer policía, que apenas hojeó por encimita el contenido de la bolsa. A mí faltó que me sacaran radiografía de tórax y me pidieran el bucodental, pero finalmente pasé. En el acceso mostré los carnets y seguimos viaje. Menos mal que había ido a pagar las cuotas atrasadas en la semana, porque cuando pasamos por la ventanilla vi que la cola era un infierno. Entramos a la cancha y me fui derechito adonde me pediste: contra el alambrado, debajo del acceso tres, a mitad de camino entre el mediocampo y el área. Un lugar de mierda, bah. Para el arco más cercano te da el sol de frente desde media tarde. El otro arco no se ve, apenas se adivina. Desde esa altura te lo tapa desde el juez de línea hasta el pibe que alcanza la pelota. Además, cualquier tumulto que haya en las gradas se te vienen encima y te dejan hecho puré contra los alambres. Pero al mismo tiempo es un lugar histórico: el único sitio que supimos conseguir aquella tarde gloriosa en que salimos campeones por primera (y hasta ahora única) vez en nuestra perra y sufrida vida. Por eso me lo pediste. Y por eso enfilamos para ahí apenas entramos.
Beto y el Gordo llegaron a los cinco minutos.
-¿Cuándo empieza la reserva? -preguntó el Gordo, que venía jadeando.
-En diez minutos -contesté.
-No es por nada, pero ¿vieron la altura que tiene el alambrado? -Beto seguía empeñado en su maldito sentido común.
-Ya veremos -lo fulminé con una mirada de no hinches más, te lo pido por lo que más quieras.
-Déjense de pavadas y vamos a jugar a algo. -El Gordo estaba decidido a cumplir los rituales adecuados. Se plantó contra el alambrado y nos invitó a acompañarlo.
-Ahora vas a ver cómo matan el tiempo los turros de tus tíos -le expliqué a Luisito.
-¿Cuál querés? -El Gordo le cedió la iniciativa a Beto.
-Dame al cuatro de ellos.
-Como quieras. Yo me quedo con el diez nuestro.
-¿A qué juegan, tío?
-Esperá -contesté-. Esperá y vas a ver.
Apenas empezó el partido de reserva le vino un cambio de frente al diez de nuestro equipo. Como la cancha es un picadero, la pelota tomó un efecto extraño y se le escapó por debajo de la suela.
-¡Dale pibe! -tronó la voz frenética del Gordo-. ¡A ver si te metés un poco en el partido! -El muchacho pareció no darse por enterado.
Al rato el cuatro visitante pasó como una exhalación pegado al lateral y tiró un centro precioso, aunque ningún compañero llegó a cabecearlo. Beto se colgó bien del alambrado e inició su participación en la competencia.
-¡Levantá la cabeza, pescado! ¡Hacé la pausa! ¿Siempre el mismo atorado? ¿Será posible? -Beto vociferaba mientras el cuatro intentaba volver a recuperar las marcas.
Luego el diez nuestro eludió a un par de tipos y largó la pelota a tiempo. Enseguida se volvió hacia el alambrado y buscó al que lo había increpado, como diciendo a ver qué pavada decís ahora. El Gordo no perdió tiempo.
-¡Por fin, muerto! ¡Por fin diste un pase como la gente, finadito!
Beto estaba nervioso. Su candidato estaba muy tirado atrás, y no frecuentaba nuestro territorio. El Gordo se encaminaba a una victoria indiscutible. Su hombre recibió el balón cerquita nuestro, lo protegió, y antes de que pudiera hacer más recibió la atropellada de un rival que lo dejó tendido encima de la línea de cal.
-¡Ma sí! ¡Lo mejor de la tarde! ¡Partilo en dos, total, pa' lo que sirve...! ¿Qué hacés juez? ¿A quién vas a amonestar? ¿Por qué mejor no lo echás al petiso ése, que tiene menos huevos que mi tía la soltera?
El diez, pobre pibe, saturado, apenas se puso de pie se acercó al alambrado, lo ubicó al Gordo y le vomitó todos los insultos que pudo antes de que el línea lo llamara al orden. Era el final.
-¡Tiempo! -gritó el Gordo, con los brazos en alto-. ¡Beto, pagá los panchos!
-Si serás turro, Gordo, no te gano desde el año pasado...
-Es una ciencia, pibe, es una ciencia -agregó el Gordo con aires de importancia, mientras se sacaba la camisa empapada en el sudor del esfuerzo.
La verdad es que mientras los escuchaba me divertí de lo lindo. Creo que hasta por un momento me olvidé de toda nuestra tormenta, de toda la bronca que teníamos adentro, de toda la rabia que juntamos desde abril hasta la semana pasada. Pero apenas volvimos de comprar los panchos y nos tiramos en las gradas a comerlos, el asunto se impuso en todo su tamaño.
-Vamos a tener que hacernos caballito -de nuevo la voz de Beto, llamándome a la realidad. Miraba el alambrado de arriba a abajo, tratando de calcular la altura-. Está mucho más alto que cuando dimos la vuelta, ¿no?
-No, lo que pasa es que ahora sos quince años más viejo, nabo. -El Gordo era un optimista de raza, no cabían dudas.
-Déjate de joder, que hablo en serio. Cuando salimos campeones nos hicimos caballito y saltamos enseguida. Y aparte no estaba el de púas arriba de todo. ¡Mirá ahora!
-Tiene razón, Gordo -intervine-. Por las púas no te preocupés. Para eso me traje la campera gruesa. Lo que me da miedo es la cana. No nos van a dejar ni mamados.
Pero el Gordo no era hombre de dejarse derrotar rápidamente.
-¿Y vos te pensás que con la gente que va a haber a la hora del partido se van a andar fijando? No te calentés, Ernesto.
-Ojalá, Gordo. Ojalá sea como vos decís.
-La única es hacerlo rápido, en medio del kilombo de la entrada. -Beto hablaba mirándose los zapatos. Estaba tenso.
-Creo que Beto tiene razón -concedí-. Igual tenemos que apurarnos.
Terminamos los panchos y volvimos al alambrado. La cancha se iba llenando de a poco. Pensé que era una suerte. Porque así, a cancha llena, era mejor. Somos una manga de ilusos, me dije: ganamos tres partidos y venimos como chicos a esperar que rompan la piñata. Cuando terminó el preliminar, la gente que estaba sentada tuvo que pararse porque ya no se veía nada. Habían llegado las banderas. Un par de pibitos las ataban en la parte alta del alambrado. Estaban sonando los bombos. De repente, un cantito nació del codo más cercano a la platea. La gente empezó a prenderse. Nosotros también cantamos. Cuando Luisito se sacó la camiseta y empezó a revolearla por sobre su cabeza, y le vi los hombritos pálidos y las pecas, retrocedí treinta años, me acordé de vos y me puse a llorar como un boludo. Beto me pegó dos bifes y me sacudió la melancolía:
-No seas imbécil, a ver si te ve el pibe.
El Gordo cantaba como un poseído. Desde el codo llegó otro canto a encimarse con el primero. Pero ahora la gente saltaba. Y yo sentí esa sensación indescriptible de estar en una cancha envuelto por el canto de la hinchada nuestra, el vértigo del piso moviéndose bajo los pies y ese canto que cinco mil tipos vociferan desafinados pero que todo junto suena precioso, como si hubiesen estudiado música.
Corrieron la tapa del túnel y el Gordo hizo una seña. Se plantó bien firme sobre las dos piernas abiertas y se agarró fuerte del alambrado. Beto se le trepó como pudo, escalando la carne rosada de la espalda del otro.
-¡Aaaaayyyyyy! ¿Para qué mierda venís a la cancha en mocasines, tarado?
-¡Calláte y quedáte quieto, Gordo, que me estoy cayendo al carajo!
-¡Metánlé, metanlé! -Yo miraba para todos lados buscando a los canas, pero no se veía nada.
Beto llegó por fin hasta los hombros del otro, atenazó el alambrado con las manos finitas y me gritó que subiera. Me di vuelta hacia Luisito, que interrumpió la revoleada de camiseta para darme un abrazo tan fuerte que me temblaron de vuelta las piernas.
-Gracias, tío -me dijo. ¿Te das cuenta, el mocoso? Va y me dice gracias, tío. Y yo con esta cara de boludo, llorando como una madre, semejante grandulón de cuarenta y tres pirulos, pelado como felpudo de ministerio, socio conocido y respetado de la institución, subiéndome a babuchas de un gordo que insulta en dos idiomas mientras sostengo entre los dientes una bolsa de papel picado.

Pero por otro lado, mejor, porque el llanto y la sensación de ridículo me lavan, ¿entendés?, me purifican. Porque mientras le piso la cabeza al Gordo suelto una risita al escuchar su puteada, y mientras flameo a punto de caerme, y me agarro como puedo de la camisa de Beto y siento cómo ceden las costuras, empiezo a ver la cancha como aquella vez, hasta las manos de gente, ¿te acordás? Un gentío increíble, mientras subíamos al alambrado para tirarnos a dar la vuelta. La soñada, la prometida, la imprescindible vuelta olímpica que nos juramos dar cuando fuimos por primera vez a la cancha los cuatro, un miércoles que nos rateamos de séptimo grado, y aunque perdimos tres a cero dijimos «el fin de semana volvemos», y volvimos a perder como perros, pero de nuevo juramos «hasta que salgamos campeones vamos a seguir viniendo». Y ese día, el glorioso, vos me decías: «¿Viste, Ernesto?, ¡mira lo que es esto, mira lo que es esto!», y desde lo alto del alambre me mostrabas las dos cabeceras llenas, el hervidero del sector Socios, la platea enloquecida. Y ahora es casi igual, porque mientras me acomodo en los hombros de Beto y trato de recuperar el aliento veo a todo el mundo saltando y gritando, y escucho los petardos, y veo las banderas que brillan en el sol de noviembre y es casi lo mismo, porque viendo la cancha así pienso que si salimos campeones una vez podremos salir de nuevo, y me duelen los dientes de tan apretados que los tengo sobre la bolsa pero no me importa, ni me importan los cuatro policías que vienen abriéndose paso entre la gente para bajar a esos tres boludos que se creen equilibristas soviéticos. Porque al final entiendo todo, porque ahora se me borra el dolor de tu ausencia, o mejor dicho ahora te encuentro, y me parece que todo cierra, que nos rateamos en séptimo y que vinimos en las buenas y en las malas y que te enfermaste y que me pediste y que te prometí solamente para esto, para que yo me estire y me agarre del alambre de púas y con la mano libre abra la bolsa y hurgue en el fondo y encuentre bien guardada la cajita. Para que vocifere dale campeón, dale campeón, junto con el Gordo, con Beto, con Luisito y con los otros cinco mil enajenados; para que la abra mientras miro al cielo y al sol que se recuesta sobre la tribuna visitante, para que entienda al fin que allí te vas y te quedás para siempre, en ese grito tenaz, en ese amor inexplicable, en las camisetas que empiezan a asomar desde el túnel, y en ese vuelo último y triunfal de tus cenizas.

La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo.

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer
 –¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias– y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos) y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que de haberse tratado de una mujer cualquiera acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha le hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé un ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Y entonces fue que lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.

Cerrándose el deshabillé lo dijo.