domingo, 15 de mayo de 2016

Distante espejo, de Julio Cortázar.




I feel like one who smiles, and turning shall remark, Suddenly, his expression in a glass.
T. S. ELIOT

Sin embargo he acabado siempre por disuadirlos. Son buenas gentes y quisieran arrancarme de mi solitaria vida, llevarme a cines y cafés, inscribir en mi compañía inacabables vueltas a la plaza central. Pero mis negativas -que oscilan entre el sonriente «no» y el silencio- han concluido con su solicitud, y desde hace cuatro años llevo aquí, en el mismo centro de la ciudad de Chivilcoy, una existencia silenciosa y retirada. Por eso, lo ocurrido el 15 de junio será escuchado con benevolencia por mis compueblanos, quienes sólo verán en ello la primera manifestación de una neurosis monomaníaca que mi vida -tan poco chivilcoyana- les hace barruntar. Tal vez estén en lo cierto; yo me limito a contar. Es un modo de transferir definitivamente al pasado, fijándolos, algunos acaecimientos que mi comprensión no alcanza sino exteriormente. Y luego, sería tonto negarlo, da para un bonito cuento.
Llevo en Chivilcoy lo que yo entiendo una vida de estudio (y sus habitantes, de encierro). Dicto por la mañana mis clases en la Escuela Normal, hasta mediodía o poco más; regreso, siguiendo siempre el mismo itinerario, hasta la casa de pensión de doña Micaela, almuerzo en compañía de algunos empleados de banco y me adscribo inmediatamente a mi habitación. Allí, iluminado por el sol que toda la tarde golpea las dos altas ventanas, preparo lecciones hasta las tres y media y a partir de ese momento me considero plenamente dueño de mí mismo. Puedo, en otros términos, estudiar a gusto; abro la Biblia de Lutero y estoy dos horas ingresando paso a paso en el alemán, regocijándome cuando soy capaz de leer un capítulo entero sin ayuda de mi Cipriano de Valera. Repentinamente abandono la tarea (hay exquisitos límites del interés que siento alzarse en mi inteligencia, y a ellos respondo sin tardanza), pongo agua a hervir a la vez que atiendo un boletín vespertino de Radio El Mundo, y cebo cuidadosamente mi mate en el pequeño jarro enlozado que me acompaña desde hace mucho. Todo ello constituye, para decirlo con el lenguaje de mis alumnos de la Escuela, un «recreo»; apenas agotado el placer del mate, ingreso con íntima complacencia en alguna otra lectura. Esto varía con el tiempo; en 1939 fueron las obras completas de Sigmund Freud; en 1940, novelas inglesas y americanas, poesía de Eluard y Saint John Perse; en 1941, Lewis Carroll (exhaustivamente), Kafka y unos libros indios de Fatone; en 1942, la historia de Grecia de Bury, las obras completas de Thomas de Quincey y una tremenda bibliografía acerca de Sandro Botticelli, además de doce novelas de Francis Carco emprendidas con el propósito eminente de perfeccionar el argot; por fin, en el presente año, estudio paralelamente una antología de moderna poesía angloamericana de Louis Untermeyer, la historia del Renacimiento en Italia de John Aldington Symonds y —absurda complacencia— la serie de los Césares romanos desde el héroe epónimo hasta el último capítulo de Anmiano Marcelino. Para esta tarea me traje -con la gentil aprobación de la bibliotecaria de la Escuela- Tácito, Suetonio, los escritores de la Historia Augusta y Marcelino. En el momento de escribir este relato he llegado a conocer en detalle la vida de los emperadores hasta Probo; pegada a la pared de mi habitación hay una gran hoja de cartulina y ahí registro uno por uno los nombres de aquellos romanos y las fechas de sus reinados. Procedimiento menos mnemotécnico que divertido, y que provoca (ya lo advertí regocijadamente) las sorprendidas miradas de las hijas de doña Micaela cada vez que vienen a asear mi cuarto.
«And such is our life». Agregaré, para ilustración total del ambiente en que me muevo, lo poco que resta de sus elementos: poemas en abrumadora cantidad (casi todos míos, ¡ay!), la quinta edición de Noticias gráficas, algunas diversiones nocturnas como los programas de la BBC y de KGEI (San Francisco), una botella de whisky Mountain Cream, un tablero de cartón donde arrojo diestramente un cortaplumas y establezco concursos con grandes premios que jamás gano; reproducciones de los cuadros de Gauguin, Van Gogh y Giotto, examinados con la misma falta de respeto de la enumeración precedente. Y algunas, muy pocas salidas al cine cuando por inexplicable equivocación la empresa local trae una película de René Clair, de Walt Disney, de Marcel Carné. Nadie me visita, como no sea un profesor que acude a veces y se extraña reiteradamente de mi salvajismo, y algunos exalumnos que descubrieron en mí un consultor afectuoso, acaso un posible pero indefinidamente postergado amigo.
Comprendo que mi relato ha guardado hasta ahora el exterior de un diario, manera elegante de someter comptes rendues a biógrafos futuros, pero era necesario acaso para que el posible lector se extrañe, como lo hice yo, de la rara sensación de encierro que me vino en la tarde del 15 de junio. Existe un mal que se denomina claustrofobia; yo creo ser inmune a él, no así a su contrario. Y con todo no conseguía cerrar el ambiente de lo que estaba leyendo, entender plenamente por qué llamó Cornelio a Pedro en el décimo capítulo de la Apostelgeschichte. Avancé penosamente, luchando contra un vacío interior, un deseo alocado de cerrar el libro y echarme a la calle, a otra parte fuera de mi habitación. Me debatía en ese combate durísimo del alma con el alma misma y renunciaba a proseguir la letra luterana -imposible entender esto, por otra parte tan simple: «Darum habe ich mich nicht geweigert zu kommen...», X, 29- cuando algo más fuerte que yo me puso el sombrero en la mano, y por primera vez en mucho tiempo abandoné mi cuarto y salí a pasearme por las asoleadas calles del pueblo.
Caminar sin rumbo es una de las cosas menos gratas para un espíritu que, como el mío, ama el orden y la eficiencia. El sol, sin embargo, me acariciaba la nuca con dedos dulcísimos; y había un aire con pájaros, una atmósfera propicia y bellas muchachas que me miraban sonriendo, extrañadas acaso de que yo parpadeara bajo esa luz enceguecedora de las cuatro. Anduve por calles familiares, historiando veredas y casas; la paz volvía a mí pero sin infundirme el deseo de retornar a mi cuarto del que me separaban ya muchas calles. Mi cuerpo volvía a sentir esa impresión exquisita -tantas veces gustada en las playas estivales- de disolverse bajo el sol, fundirse en el aire azul y tornarse incorpóreo, conservando sólo el poder de sentir lo tibio, lo celeste, lo cómodo. ¡Verano de vacaciones, definitivamente a mis espaldas y por cuánto tiempo! Pero esta tarde de otoño era un consuelo, casi una promesa; y me sentí livianamente alegre de haber salido, de abandonarme al demonio que así me arrancara de los textos sagrados.
Todo cambió al llegar a la esquina de Carlos Pellegrini y Rivadavia, ahí donde se alza el edificio del Banco de la Provincia. ¿Conoce alguien el estado Tupac-Amarú? Consiste en una diversión del alma y del cuerpo, en sentir el deseo de hacer una cosa y a la vez su contraria, de ir a la derecha y simultáneamente a la izquierda. Así, en la esquina del banco, proyectaba yo amablemente seguir hacia la plaza, bella y espaciosa plaza de Chivilcoy, cuando la rara atracción que ya me había desgajado de Cornelio y Pedro me proyectó, irresistible, por la calle Rivadavia que se alejaba sin remedio de la plaza. Y hube de seguir esa ruta fosca, abandonada de sol, dejando atrás los árboles y tanto hospitalario banco placero. Por un momento me negué pero la fuerza aniquilaba toda defensa; creo que me encogí de hombros -un gesto que mis amigas me reprochan con razón- y me dejé llevar, otra vez sintiendo la tibieza de la tarde y viendo a lo lejos cómo, vespertinamente, los bordes de las veredas empezaban a teñirse de fino violeta...
«Hombre, la casa de doña Emilia. ¿Y si entrara a saludarla?». Porque doña Emilia es una de mis pocas amigas en Chivilcoy. Dicta clases de idiomas en la Escuela, tiene la edad en que los sentimientos maternales superan toda pasión temporal, y me quiere mucho, quizá porque soy naturalmente simpático; alguna vez me había señalado su casa e invitado a tomar té, a lo que no accedí entonces. Pero esta tarde...
Cuando lo pensé otra vez mi dedo estaba ya apoyado en el timbre, oíase en el segundo patio un campanilleo agrio y violento, y me ponía yo a pensar a mitad del zaguán cuáles cosas diría a doña Emilia para justificar mi insólita visita. Explicarle que una fuerza Tupac-Amarú... imposible. La única solución era la burguesa: que pasaba por ahí, y se me ocurrió, etcétera. En tanto seguía esperando, pero nadie vino.
Toqué otra vez el timbre que debía oírse desde todas partes, incluso desde la vereda de enfrente. Entonces, mientras esperaba, hice una cosa horrible: avancé por el zaguán con toda libertad, y me metí en el living como si entrara en mi propia casa.
Como si...
Pero es que era mi casa. Lo intuí casi sin sorpresa, sólo con un pequeño escozor en la raíz del pelo. El living estaba amueblado exactamente como el de doña Micaela; y la puerta de la izquierda, la que sin duda daba a una sala, era mi puerta, la que comunicaba con mi habitación.
Permanecí parado delante de la puerta, sobrándome un pequeño resto de independencia como para proyectar la fuga inmediata; y entonces oí que tosían en el interior de la pieza.
Pasó lo mismo que con el timbre; la mano estuvo antes que la voluntad. El picaporte, tan familiar, cedió a la presión y logré acceso a la sala. Pero no era una sala sino mi cuarto de trabajo. Entera y absolutamente mi cuarto de trabajo. Tan entera y absolutamente que, para darle la perfección total, estaba yo sentado ante la mesa leyendo la Biblia de Lutero puesta en su atril de madera. Yo, vestido con la vieja robe a rayas azules y las pantuflas de abrigo que mi madre me regaló ese otoño.
Alcancé a pensar una cosa, lo confesaré con toda franqueza a pesar de su ribete literario y algo defensivo. «Por Dios, esto es LE HORLA. Ahora tendremos que dialogar, etcétera». Y con dicho pensamiento terminó mi papel activo; fui ya una cosa inmóvil parada junto a la puerta, asistente al desarrollo de una escena cotidiana, en espectador atento, sin miedo por exceso de horror.
Me vi consultar el diccionario de Pfohl y mi propia voz -cambiada como en los discos- entonó majestuosamente los versículos de la Biblia. Cornelio llamaba a Pedro en sonoro alemán y éste, después de una gastronómica visión, acudía a casa de su huésped predicando la palabra del Señor; todo eso, que quedara inconcluso al salir de mi casa allá en lo de doña Micaela, proseguía ahora sin interrupción. De pronto me vi abandonar el libro, encender el receptor de radio; crucé al lado mío, puse la pava de agua a calentar, y cuando de la radio brotó una canción incaica la silbé amablemente, remedando bastante bien la modulación norteña ad hoc. Todo esto sin reparar en mi presencia, sin concederme una sola mirada -no era LE HORLA gracias a Dios-, en un todo abstraído por el ritual del mate dulce y la música; o bien con la indiferencia con que se soslaya la propia imagen al pasar frente a un espejo. Hube de escuchar que los bombarderos Liberator habían arrasado la isla de Pantelleria, que el rey Jorge estaba en África, donde los soldados al descubrirlo le cantaron For he's a jolly good fellow, y que el general Pedro Pablo Ramírez estaba dispuesto a no permitir la especulación con artículos de primera necesidad. Era ya casi de noche, encendí la luz; puse el sillón al lado de la mesa, busqué el primer tomo de Renaissance in Italy de Symonds, me engolfé en la lectura, sonriendo aquí y allá, haciendo anotaciones, protestando de pronto con vehemencia, otras veces adhiriendo con manifiesta complacencia a las ideas del autor. Y de pronto -porque a esa hora suelo sentir yo henchida la vejiga- puse el libro sobre la mesa, crucé al lado mío y salí de la habitación. El actor abandonaba la escena; el espectador tuvo coraje para hacer lo mismo, pero rumbo a la calle y como loco, recuperada repentinamente la conciencia de ese riguroso imposible.
Por fin -y sólo yo sé lo que tan hermética connotación significa- volví a mi casa. Era hora de cenar y quise ir a decirle a mi bondadosa dueña que prescindiría esa noche de su asado de tira y su fresca lechuga. Doña Micaela me consideró atentamente y anunció luego que yo estaba muy pálido.
—Hace mucho frío en la calle -dije vanamente-. Voy a acostarme en seguida. Hasta mañana.
Cuando cruzaba los patios, una de las chicas entraba quejándose de que afuera hacía calor húmedo; bajé la cabeza, volví a mi cuarto.
Todo estaba como siempre; hallé mi Biblia en la página donde la dejara por la tarde, el lápiz al lado, el diccionario de Pfohl. Junto a él un tomito con los poemas de Hugo von Hofmannsthal que empezaba a descifrar lentamente. Era el ambiente cotidiano, tibio y cómodo, dispuesto por mi capricho y mis costumbres.
Incapaz de reflexionar serenamente, busqué unos sellos de Embutal, bebí agua y aderecé una taza de tilo. Eran ya las diez y no me decidía a acostarme, seguro del insomnio, del prestigio tremendo de una oscuridad y un silencio en tales circunstancias. Recuerdo haber estado horas y horas sentado ante mi escritorio, y que me sorprendí grabando mis iniciales en su madera con un cortaplumas (el de los concursos de tiro al cartón), pensando entretanto en nada, que es la más horrible forma de pensar. Me miraba a mí mismo arrancando trocitos de madera, perfilando torpemente una G y una M. Después vino el amanecer y me recordó que tenía clase a las nueve; me tiré vestido en la cama y dormí como un lirón, apreciando al despertar la profunda belleza de ese manido lugar común.
Por la tarde (cómo enseñé a los chicos la geografía de Holanda y la tetrarquía de Diocleciano será un eterno misterio para mí y, lo temo, para ellos), por la tarde hice lo que toda persona en mi lugar: ir a casa de doña Emilia sin perder un minuto.
Cuando puse el índice en el timbre advertí la profunda diferencia entre ese acto y el análogo del día anterior; obraba ahora fríamente, seguro de mis movimientos y dispuesto a desvelar el enigma, si de algo tan simple como un enigma se trataba. ¿Qué podía decirle a mi amiga? La naturaleza de la investigación iba más allá de un mero interrogatorio; transcendía de lo normal, aquello que según doña Emilia y todo Chivilcoy es lo cierto y aceptable. Había salido de casa sin reflexionar en la conducta a seguir; sólo recuerdo que me eché la Browning al bolsillo; y el que me explique para qué, me prestará un señalado servicio.
La bondadosa fisonomía de doña Emilia me sonrió desde el living. Que pasara, que era un placer, yo siempre tan perdido; tenía tanto gusto de verme por su casa, que entrara como en la mía (y yo me estremecí involuntariamente); perdón por la vestimenta, pero era tan temprano, y además... Casi no oía yo las frases; apenas franqueé el zaguán y estuve en el living, estrechando la mano de mi amiga, miré hacia la izquierda en procura de la puerta. Y la vi, ciertamente, pero no una puerta como la de mi habitación sino más ancha y maciza, con gruesas cortinas de macramé entre los vidrios y los postigos interiores.
—Es la sala -dijo doña Emilia, un poco sorprendida por mi examen y mi silencio-. Pasemos, si quiere.
Alcancé a balbucear algunas preguntas civiles; el esposo, los nietos que vivían con ella... Pero ya abría doña Emilia la puerta y fue la primera en entrar en la sala. Pensé: «Ahora va a encontrarme allí y soltará un alarido». Como no hubo nada, entré a mi vez.
Era una linda sala burguesa con empapelado a rombos cereza, frutos vagamente subtropicales, una consola Regencia, cuadros de familia, un busto de Voltaire y, más lejos, una gran mesa escritorio de patas torneadas, verdaderamente hermosa.
—Aquí trabajo a veces -me dijo doña Emilia ofreciéndome asiento-. Pero es un lugar frío, desapacible, de manera que corrijo deberes y preparo lecciones en el dormitorio de mi hija mayor, que tiene mejor luz. Aquí vienen mis nietitos a jugar... ¡Viera el trabajo que da impedirles que rompan algo!
A mí me estaba naciendo una especie de felicidad que ascendía desde los zapatos, las piernas, me caminaba por el plexo y venía a proclamarse, maravillosamente, en el corazón y los pulmones. Debí suspirar con alivio y decir algo acerca del moblaje y los cuadros, porque doña Emilia se lanzó a explicar la razón de cada vetusta fotografía. Lares y penates desfilaron por su fluida charla; yo me dejaba envolver en la felicidad de la comprobación, de saber que aquello había sido fantasía, capricho de alucinado, que debería dejar el whisky y los bromuros por un tiempo, hacer una cura de reposo y salvarme de esas pesadillas absurdas. Porque nada había en esa sala que pudiera recordarme mi habitación y mi persona; porque todo era como un vasto perdón de tanto desvarío. Porque...
—... porque ayer -decía doña Emilia- estuve todo el día en el campo, viendo las crías de conejos de la granja. Los conejos de Flandes, usted sabe...
Ayer. Doña Emilia había estado todo el día en el campo. Viendo las crías de conejos. Al borde de la salvación sentí que una mano de hielo me tomaba poco a poco de la nuca y me echaba hacia atrás, hacia lo otro. Y justamente en ese momento cortó doña Emilia su charla con un débil e indignado chillido. Miraba hacia la hermosa mesa escritorio, desoladamente.
—¡Los chicos! -gimió, uniendo las manos-. ¡Yo sabía que acabarían por estropearla!
Me incliné sobre la mesa. A un costado, casi en el borde, alguien se había entretenido en grabar letras con un objeto cortante. Las letras estaban caprichosamente enlazadas pero se podía distinguir una G y una M; no era un trabajo habilidoso sino el pasatiempo de alguien que está distraído, ausente de lo que hace, y emplea en esa forma un cortaplumas que le sobra en la mano.

NARRACIÓN - ESPACIO - TIEMPO



      



      1) LUGAR: es la posición geográfica donde se sitúa a los personajes, y donde suceden los acontecimientos (forma física de las dimensiones espaciales).

2) ESPACIO: se construye con la percepción que un personaje o el narrador tienen de un lugar determinado (cómo vive o habita ese lugar; qué experiencia tiene de él; cómo se relaciona y reacciona ante él).


En todos los relatos, existen seres de ficción que se mueven en una categoría abstracta que determina el orden y la duración de sus acciones, es decir, actúan en el TIEMPO.



      3) TIEMPO DE LA HISTORIA: el autor hace que las acciones sigan un orden lógico-causal, se desarrollan cronológicamente. Las acciones se encadenan en el tiempo. Un suceso es causa del siguiente.



      4) TIEMPO DEL RELATO: el autor decide el orden en que se presentarán las acciones; esto es,  puede adelantarse o retroceder la narración en el tiempo, según las necesidades que el texto demande. Se interrumpe o altera el orden cronológico de la historia. Se rompe con la temporalidad lineal o, lo que es lo mismo, con la linealidad de la secuencia temporal.

domingo, 17 de abril de 2016

Figuras del discurso literario.


Las manos que crecen, de Julio Cortázar.



Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón lleno de júbilo.
Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo: —Ya tienes bastante, estúpido. Adiós.
Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía lejanamente a la calle.
Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
El corredor se extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano comparable a sus manos; probablemente tampoco las había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como bielas o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas, atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.
Silbaba, marcando el compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba una gran distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el solo placer de decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la jornada vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las manos para cubrir la tarea. Las manos... Pero las suyas sí que habían estado atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era mediodía.
La luz de la puerta empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo, sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba por el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban arrastrando por el suelo.
Miró hacia abajo y vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.
Los dedos de sus manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el cerebro de Plack con la colérica enunciación de las novedades repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos parecían orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el suelo.
A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja.
Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la puerta.
El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad (Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?
El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas. Había un negro en el volante.
—¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más despacio, así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo infierno, negro de todos los diablos.
—¡Praderas verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional color ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le descansaban sucias y macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo hambre, tengo sueño.
Golpeó con la frente el cristal delantero.
—Llévame a la calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis. Consultorio del doctor September.
Después se puso tan contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir el impulso de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente, las dejó estar.
El negro le subió las manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida en la sala de espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a mares y gimiendo.
—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack? Plack lo miró con lástima.
—Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo?
—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack. —¿A usted le parece?
—Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí esta misma noche.
Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera —. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus...
—El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le digo que me opere! ¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!... ¡Comprenda lo que sufro! ¿Nunca le crecieron las manos, a usted...? ¡Pues a mí, sí! ¡Ahí tiene...; a mí, sí!
Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September, enfundado en siete metros de género blanco; y lo único vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.
Lo acostaron dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se acercó, riendo por debajo de la mascarilla.
—Korinkus vendrá a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos? Cuando despierte... ya no estarán con usted.
Plack hizo un gesto tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra. «Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente...
Habían acercado algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave señal negativa. Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..! Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así...
Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido.
—¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te... te sientes mejor?
Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».
Lanzó una aguda carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a dar una paliza que te tendrá un año en cama...!
Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones.