sábado, 16 de abril de 2016
La isla a mediodía, de Julio Cortázar.
La primera vez que vio la isla, Marini estaba
cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de
plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado
varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se
demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena
responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas,
cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja
dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada.
Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la
pasajera. “Las islas griegas”, dijo. “Oh, yes, Greece”, repuso la americana con
un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó, sin que
la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse
de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se
concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y
solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un
blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo
en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían
hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar.
Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del
norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la
lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más
que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber
por qué; era exactamente mediodía.
A Marini le gustó que lo hubieran destinado a la
línea Roma-Teherán, porque el pasaje era menos lúgubre que en las líneas del norte
y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia.
Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y
mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el borde de la
isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó sobre una
ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma
inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró
hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era
un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos
cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el
atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El
radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. “Todas
esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco.
Sí, muéstremela la próxima vez.” No era Horos sino Xiros, una de las muchas
islas al margen de los circuitos turísticos. "No durará ni cinco
años", le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma.
"Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento,
Gengis Cook vela." Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola
cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de
hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a
mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba
a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente;
salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de
mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al
borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas
los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le
propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que
era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el
bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros
más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose
como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y
dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba
Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de
Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia
o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras
talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño
muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran
el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco
para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de
viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá
se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo
sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras
la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las
vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White
en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de
sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona,
donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros
sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la
palabra kalimera y la ensayó en un
cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de su abuelo en Odos
y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a llover, en Beirut
lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre parientes o dolores;
un día fue otra vez la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó
tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal
compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche
Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le
perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar
el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió
que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas así, en
infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tenía derecho el
pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la
mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la
tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida,
sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla
mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo.
Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de
la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le
contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molestó. Carla
acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y Marini le envió
dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla
aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casaría con
el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y
los jueves y los sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era
la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se
ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla de
la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre
tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más
pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje
anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las
redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un
empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para
repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya
que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la
cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán,
casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil
y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del
vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora
de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como
un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espacio
azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la
arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del
mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. “Kalimera”, pensó
absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el
dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres día estaría en Xiros. Con
los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde,
que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos
con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil una vez
decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la
escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la
noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el
amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo
presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano
izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y
Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su
inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría
alojamiento Klaios.
Los muchachos rieron cuando Klaios discutió
dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol
sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un
jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y
después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño
y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol
cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco
ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al
promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo
aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía
y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La
piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde
una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes insidiosas
hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo
aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un nombre para el
futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera
iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a
Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en
un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar
hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas
donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un
saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo
esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló,
mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia
una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio,
deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar las
cosas. “Kalimera”, dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos. Después
Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en el
horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora estaba
realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría
su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran
bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose, tendió la
mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada
y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes
en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y
con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró
en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con
el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después,
con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo
del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo
alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en
Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna
vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas
y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el
zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión,
que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a
pasear sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con
las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su
reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también
estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de
luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento
vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose
inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical
sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y
desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la
caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible
franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La
cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó
impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar;
pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón
oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya
no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante,
el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por
el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que
Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo
trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y
tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya
instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podría servir
la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un
poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su
pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones
algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y
más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la
orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. "Ciérrale los ojos",
pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún
otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban solos en la isla y el cadáver
de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
martes, 12 de abril de 2016
No se culpe a nadie, de Julio Cortázar.
El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse, siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.
martes, 5 de abril de 2016
El aplazado, de Baldomero Fernández Moreno.
De pronto, como un breve latigazo,
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Hice girar resuelto el bolillero.
Las dieciséis bolillas del programa
resonaron en él lúgubremente
y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Hice girar resuelto el bolillero.
Las dieciséis bolillas del programa
resonaron en él lúgubremente
y un eco levantaron en mi alma.
Extraje dos: adverbio y sustantivo.
Me dieron a elegir una de ambas
y elegí la segunda: - ¿Y qué es el nombre?,
díjome uno y me asestó las gafas.
Sentí luego un sudor por todo el cuerpo,
se me puso la boca seca, amarga,
y comprendí, con un terror creciente
que yo del nombre no sabía nada.
Revolvía allá adentro, pero en vano,
me quedé en absoluto sin palabras.
Y empecé a ver la quinta en que vivíamos:
el camino de arena, cierta planta,
el hermano pequeño, mi perrito,
el té con leche, el dulce de naranja,
¡qué alegría jugar a aquellas horas!
Y sonreía mientras recordaba.
- ¡Pero señor -rugió una voz terrible-
el nombre sustantivo, una pavada!
Torné a la realidad: sobre la mesa
los dedos de un señor tamborileaban,
cabeceaba blandamente el otro,
el tercero bebía de una taza.
Hacía gran calor.
Yo tengo una cara redonda, simple, colorada,
los ojos grises y los labios gruesos,
el pelo rubio, la sonrisa clara.
Yo quería jugar, no dar examen
darlo otro día, sí, por la mañana...
los ojos grises y los labios gruesos,
el pelo rubio, la sonrisa clara.
Yo quería jugar, no dar examen
darlo otro día, sí, por la mañana...
Se me nubló la vista de repente,
los profesores se me borroneaban,
adquirió el bolillero proporciones
gigantescas, fantásticas,
oí como entre sueños: - Señor mío,
puede sentarse...
Y me llené de lágrimas.
lunes, 4 de abril de 2016
miércoles, 23 de marzo de 2016
martes, 22 de marzo de 2016
El conjuro, de Cristina Bajo.
Las niñas corrían por el descampado con
las jaulas colgando de sus dedos como racimos. El anochecer las volvía
temerosas, pero corrían, los brazos en alto, los pájaros aleteando con tanto
pánico que ni piar se los oía.
–Aquí no más– imploró Sara, la mayor.
–Es muy cerca.
–¡Me duele el costado, Lydia, no puedo
correr!
–¿Querés que nos vean? Además, tiene
que ser lejos, o encontrarán las jaulas.
–¡Quiero volver a casa, está muy
oscuro!
–¡No seas llorona, hay luz todavía!
–Para cuando terminemos...
–Haré una antorcha con un trapo
encendido.
–¿Y si nos ve la vieja que lava?
–No nos verá.
–¿Y si nos muerde el Boby?
–El Boby saldrá corriendo con la cola
entre las patas cuando vea el fuego.
–Se apagará, siempre se te apaga...
La voz de Sara sonó desconsolada y
Lydia se apiadó.
–Bueno, ya llegamos. Cuidado al cruzar
el puente.
Cautelosamente traspusieron la angosta
pasarela; un pájaro pió y el sonido, triste e irreconocible, atacó el corazón
de Sara.
–Lydia, volvamos. Me da tanta pena...
–¿Estás loca? Ahora tenemos que seguir,
si no, podría pasarnos algo malo.
–¿No podríamos soltarlos, simplemente?
–No –el tono de su prima era
terminante–. Y ahora, no hables. Tengo que contar los pasos.
Bordearon unas tapias caídas y
alcanzaron un árbol que a Sara se le antojó amenazante. Estaba arrepentida de
haberse dejado seducir por su prima, por las historias que escuchaban tras la
puerta de la biblioteca de don Manuel, cuando iban a ayudar a doña Rita. Sentía
que se había dejado atrapar en la telaraña de los juegos de su prima y la
palabra pecado se agrandó hasta asustarla. El espanto la cegó y tropezó en una
piedra.
–¡Por favor, Sara; tienes que pisar
donde yo piso!
Tenía que ser venial, pensó Sara; y si
era así, podía dejar de confesarlo al padre José. Sin embargo, matar… matar
era...
Casi gritó cuando vio la pila de ramas
de flores amarillentas, casi tan alta como ellas, sobre papeles y trapos
viejos.
–¿Sabes cómo se llama esta planta?
–Qué me importa; quiero volverme. No
juego más.
–Esto no es un juego.
La frialdad de la voz de su prima
estremeció a Sara. De pronto, la cocina iluminada a kerosén, el gran trasto de
hierro que despedía calor con sus entrañas de brasas, el amontonamiento de sus
primos en la penumbra, alrededor de la mesa para tomar la sopa espesa que les
haría de cena, le parecieron la esencia de la felicidad. Esa pieza de
inmigrantes, oscura pero tibia y llena de la presencia cariñosa de su tía, le
pareció el paraíso.
–No puedo.
Lydia intentó persuadirla, pero ella
insistió: –¿No podríamos soltarlos, simplemente?
–¿Acaso la abuela se saltea un
padrenuestro cuando rezamos el rosario?
–No, pero el rosario es sagrado
–Esto también.
–No; esto es...
Se atragantó y murmuró entre dientes:
-No puedo hacerlo.
Lydia comprendió que no habría fuerza
en el mundo que la hiciera cambiar, así que cedió.
–Bueno, pero me vas a alcanzar los
pájaros.
–Solamente sostendré las jaulas– se
endureció Sara.
–Y no pienso ir por la calle como los
romanos. Si se hace de noche, te dejo y me vuelvo sola.
–Está bien, está bien.–
Abrió la jaula, metió la mano y atrapó
un canario, pero dudó al sentir el latido encerrado en su mano, entre las
plumas sedosas. No pudo ensartarlo en las espinas, como decía el conjuro,
porque su prima, con un grito, la tiró de espaldas. El pájaro escapó de su
puño, aleteó y se perdió como una flecha hacia el río. Luego, mientras ella
intentaba ponerse de pie, Sara comenzó a abrir las jaulas, sacudiéndolas para
que los pájaros escaparan. La manoteó, furiosa, pero ya todos habían
desaparecido entre los árboles del río. La necesidad de cumplir con el ritual
la volvió loca. Atrapó las plumas que flotaban en el aire, que habían quedado
dentro de las jaulas, en sus ropas, mientras murmuraba: “Mi alma, te doy mi
alma junto con estas plumas, ya que no he podido darte los pájaros”. Luego,
como en trance, buscó los fósforos y encendió la fogata. A la lumbre de las
lenguas cálidas, amarillas y olorosas, se miró las manos. Una gota de sangre le
manchaba la palma. ¿De ella, del canario? No lo sabía, pero le pareció un indicio.
Sara sollozaba cada vez más fuerte.
–Basta, se acabó.
Jilgueros, cardenales, canarios,
calandrias habían escapado; sólo las jaulas vacías rebotaron sobre el corazón
amarillo del fuego.
–Ya está –dijo sin aliento–. Ya está.
Sara le daba la espalda, encogida de
miedo; temía a su prima, aunque no sabía por qué: nunca le había pegado.
Lydia, en tanto, movía los labios
conjurando a algo o a alguien mientras solicitaba lo que había ido a pedir,
aunque su esperanza decaía con el fuego. Con la última brasa, se volvió, la
tomó de la mano y huyeron sobre el puente de tablones, sintiendo como si el
aire las retuviera y el viento deslizara en sus oídos nombres que no debían ser
pronunciados. Desde las sombras, dedos filosos querían atraparlas.
Cuando llegaron a la casa, la calle
apenas si estaba iluminada por la luz que filtraba una ventana y un zaguán
abierto. Lo que dejaban atrás era un gran vacío negro que se detuvo,
suspendido, en la esquina. Ahogadas, sosteniéndose el costado donde una puntada
no las dejaba enderezarse, se miraron, Sara aliviada, Lydia desilusionada.
“Todo se perdió”, pensó, “y quizá mamá sospeche que yo me llevé los pájaros y
me castigue con el cinto”.
Más tarde, alrededor de la mesa, su
madre, con la extenuación en el rostro y en la postura, les comentó que había
recibido carta de su padre, que había vuelto a España para traer a su madre y a
sus hermanas a la Argentina.
–¿Dónde está España?
–Lejos, muy lejos contestó su madre con
una tristeza infinita.
–¿En Buenos Aires?
-Más lejos. Hay que llegar a Buenos
Aires, subirse a un barco y andar mucho tiempo por el agua para llegar a
España.
Luego
de decir aquello, la mujer hizo una cansada referencia a la desaparición de las
jaulas, interrogándolos con los ojos. Los siete niños negaron con la cabeza.
Por unos minutos, sólo se oyó el ruido de las cucharas levantando los costrones
de pan duro que les mandaban gratuitamente de la panadería del gallego y que la
mujer tostaba al fuego.
Las manos de Sara temblaban, haciendo
tintinear la loza, y Lydia la tocó por debajo de la mesa; arrostrar el castigo,
sobre todo la postración de su madre, no le habría importado si al menos
hubiera conseguido algo. Pero todo parecía tan inútil. No es que esperara,
¡puf!, un globo rojo y él al medio diciéndole...
–Lávense las manos, la cara y la boca.
Vayan a orinar y vuelvan rápido, que hace frío.
Sara no quería salir.
–No tengo ganas de orinar, tía.
Los ojos cansados de la mujer mostraron
una chispa de intolerancia.
–Lydia, acompaña a Sara.
–Yo tampoco tengo necesidad, mamá.
–¡Oh, por la Purísima! Elena, lleva
estas grandotas hasta el excusado; seguro que han estado mirando los libros de
don Manuel y ahora tienen miedo.
Elena se levantó muy oronda. Era
bonita, con una cara rozagante y vulgar. Comía casi todos los días con don
Manuel y su esposa, unos catalanes que estaban en buena posición, importando
aceitunas y aceite. La señora era muy devota; el señor, un gran lector, un
dedicado estudioso de cosas que a las niñas les parecían extrañas. Elena
aseguraba que un día se casaría con Rafael, el hijo mimado de ellos, el hijo de
la vejez que heredaría la casa con frente de portland trabajado y balcones de
rejas, con patio de invierno desbordado de helechos, y la biblioteca.
–Vamos, que tengo que ir a leerle a la
doña Rita.
Salieron a la oscuridad del patio, las
más chicas aferradas entre sí. El vacío negro que habían dejado en la esquina
navegó hacia ellas, henchido de ruidos y cosas que se movían y aleteaban y
susurraban sobre sus cabezas.
En el excusado, Elena colocó la vela en
un banquito, resucitando sombras temblorosas en las paredes. Poco más allá, las
gallinas cloquearon, inquietas.
–Entren de una vez.
Sara orinó pronto y mal; después lo
hizo Elena y por fin Lydia, que continuaba repitiéndose que todo había sido
inútil: el miedo, el pecado, la terrible promesa. Afuera, oía las voces de las
otras dándose ánimo. Mientras se acomodaba la ropa, seguía pensando si su alma
podía valer tanto como la vida de los pájaros que debía ofrendar.
Levantaba la vela para salir cuando
vio, en el ventanuco triangular, la cara de cabra, la barba rojiza, el vello
inflamado como pelusa ardiendo y los ojos como brasas amarillas. Pero, sobre
todo, distinguió los chichones en la frente y la maligna sonrisa. Gritó y la
vela se apagó, y aunque ya estaba a oscuras, seguía viendo aquellos tizones
encendidos.
–¡El Diablo, el Diablo, el Diablo!
Atropelló la puerta y corrió, más
rápido que las otras, perseguida por el llanto de Sara, y sus culpas y todo lo
sucedido aquella tarde.
Pero ya en la habitación, al lado del
fuego, abrazada a la cintura de su madre, mientras tartamudeaba contando lo que
había visto, sabía que todo se cumpliría.
Su hermana se fue a leerle a doña Rita,
quejándose porque llegaría tarde: ya se escuchaba subir el tranvía de las 9 de
la noche por la cuesta de San Martín. Segundos después, oyeron el chirrido del
hierro, un grito agudo y algo que caía blandamente, como un fardo. Su madre se
tensó y se llevó la mano a la cruz que colgaba de su cuello. Alguien les avisó:
“Es Elena; el tranvía la atropelló. Hay que llevarla al hospital, está muy
golpeada”.
Lydia, en una especie de éxtasis, supo
que ahora sí se cumplirían las promesas. Conseguiría las cosas de Elena: sus
medias blancas, sus zapatos de charol, el vestido de volados, el trocito de
colorete que le robó a la señora de la tienda, la barra de perfume, la
estampita de comunión de Rafael, la mantilla de encaje amarillento que estaba
apenas rota en una punta. Ya encontraría la forma de consolar a su madre, la
ayudaría con sus hermanos más chicos, se portaría mejor, se...
Oyó a Sara sollozar desconsoladamente y
se arrepintió de haberla buscado para que la ayudara. Comprendió que, más o
menos pronto, tendría que hacer algo para evitar que contara lo que habían
hecho. No era cuestión de entristecer a su madre ahora que iba a irles tan
bien.
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