martes, 19 de mayo de 2015
martes, 12 de mayo de 2015
Casa
tomada [Julio Cortázar]
Nos gustaba la casa porque aparte de
espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir
solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a
las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales;
ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos
dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no
molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que
las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el
invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un
chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las
librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.
Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa
hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué
hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver
está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de
preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la
vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba.
Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución
de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que
la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que
se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta
parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para
hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad
porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego
la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de
roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en
el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí,
al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera
demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y
cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
- Tuve
que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus
graves ojos cansados.
- ¿Estás
seguro?
Asentí.
– Entonces -dijo recogiendo las
agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado,
pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco
gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso
porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis
libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en
invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.
- No
está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que
habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La
limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y
media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene
se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le
quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros,
pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas
de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno
en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo.
A veces Irene decía:
- Fijate
este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le
ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún
sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar.
Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo
me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce
a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en
la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de
tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble,
creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo
creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz,
me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las
consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el
brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.
- Han
tomado esta parte –dijo Irene.
El tejido le colgaba de las manos y
las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
- ¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté inútilmente.
- No,
nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de
los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi
que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo
que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve
lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No
fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a
esa hora y con la casa tomada.
martes, 5 de mayo de 2015
sábado, 2 de mayo de 2015
Axolotl [Julio Cortázar]
Hubo un tiempo en que yo pensaba
mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me
quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una
mañana de primavera en que París abría su cola de pavorreal después de la lenta
invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi
los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones
y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los
acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los
leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios,
soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una
hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève
consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas
de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran
mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados
aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado
ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía,
y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias.
Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su
aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras
especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir
todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios
sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que
bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto
porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo
infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había
bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas
corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo
yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario.
Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando
con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí
como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas
en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo
separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como
translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a
un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una
delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo
le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me
obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos
dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un
rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de
alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero
mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto
áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza
vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una
total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba
disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su
tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin
vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le
crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las
branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las
ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se
movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo.
Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas
avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen
dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo
inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me
pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una
inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias,
el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de
ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de
evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre
todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos
peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los
nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida
diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa
entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era
inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; no se advertía
la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz;
seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo
supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los
rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la
mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de
semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era
válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una
lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la
cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso
miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer
en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía
anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su
cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión
desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin
embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos.»
Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles
esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas
de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo;
tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus
vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una
relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a
veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza
tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir
máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin
embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber
sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese
atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía
riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba
cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un
canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era
como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los
imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de
pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día
continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen
párpados.
Ahora sé que no hubo nada de
extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario
el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese
sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo,
un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido
de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a
vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un
mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que
padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en
los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo
nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario,
mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin
iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al
vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del
axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro
lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir
pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como
el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía
a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de
comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que
ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento
era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un
axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de
creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme
lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino
a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a
mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero
tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un
hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos
que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero
viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y
se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que
obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho
en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía
más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están
cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno
a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto
modo a él -ah, sólo en cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo
porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa.
Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días,
cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me
consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un
cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
miércoles, 29 de abril de 2015
martes, 28 de abril de 2015
La isla a mediodía [Julio
Cortázar]
La primera vez que vio
la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la
izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del
almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con
revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose
aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la
pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla
entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que
subían hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de
cerveza, Marini sonrió a la pasajera. “Las islas griegas”, dijo. “Oh, yes,
Greece”, repuso la americana con un falso interés. Sonaba brevemente un timbre
y el steward se enderezó, sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca
de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio sirio que quería jugo de
tomate, pero en la cola del avión se concedió unos segundos para mirar otra vez
hacia abajo; la isla era pequeña y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un
intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado,
que allá abajo sería espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini
vio que las playas desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la
montaña entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la
mancha plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo
de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla
se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde horizonte
interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era exactamente
mediodía.
A Marini le gustó que lo
hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el pasaje era menos lúgubre
que en las líneas del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a
Oriente o de conocer Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño
que había perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre,
descubrió otra vez el borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos
pero cuando se inclinó sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la
isla tenía una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las
patas del agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que
la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos
pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de
Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos.
El radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés.
“Todas esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy
poco. Sí, muéstremela la próxima vez.” No era Horos sino Xiros, una de las
muchas islas al margen de los circuitos turísticos. "No durará ni cinco
años", le dijo la stewardess mientras bebían una copa en Roma.
"Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier momento,
Gengis Cook vela." Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola
cuando se acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de
hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana a
mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba
a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visión inútil y recurrente;
salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de
mediodía, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al
borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas
los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas después,
cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se
dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa.
Tenía en el bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba
sobre Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó
negativamente, oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa
escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la
compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo
inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban
huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había
encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban
como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi
enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes, cada
cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y
géneros. En la agencia de viajes le dijeron que habría que fletar un barco
especial desde Rynos, o quizá se pudiera viajar en la falúa que recogía los
pulpos, pero esto último sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no
tenía corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no
era más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron
hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y
Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un
hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se entretenía sin
muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de
conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera
y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de
su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empezó a
llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias, siempre
parientes o dolores; un día fue otra vez la línea de Teherán, la isla a
mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva
stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que
llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz
y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó
que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros,
pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo
se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a
la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba
Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las ventanillas de babor y
dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías
del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra
la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente
del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía
algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de
libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le
molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y
Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las
vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que
probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca
importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por
mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose
cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo
tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba
junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero
el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan
minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando implacables al
recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las
casas plomizas, las redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes
Marini lo sentía como un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el
paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el
dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No
llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces
Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso,
amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas
antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y
estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola,
sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la
tortuga dorada en el espeso azul.
Ese día las redes se
dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la
izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar mirando el avión.
“Kalimera”, pensó absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis
le prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres día
estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que
treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas
del norte, que pescaría pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por
risas. Nada era difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco,
otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con
el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor
del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó con las
primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía ser el patriarca.
Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron
dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la
falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas,
italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.
Los muchachos rieron cuando
Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando
salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre
y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a
cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse
un pantalón de baño y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía
a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor
sutil, un poco ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez
cuando llegó al promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería
estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla
lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de
elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al
mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por
corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se
abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era
también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la
isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a
imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado
a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró
sobre sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida,
bajó hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a
encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos
de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El
muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue
corriendo hacia una de las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un
mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas
empezó a nombrar las cosas. “Kalimera”, dijo Marini, y el muchacho rió hasta
doblarse en dos. Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras
italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo;
Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los
suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría su habitación y aprendería a pescar;
alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de
trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar
lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada
alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas
de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de
reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde entró en un mundo donde el olor
del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la
brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y después, con un gesto de
impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón de
baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol
y de espacio, sintió que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí
donde tantas veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de
espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos
encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un
motor.
Cerrando los ojos se dijo que
no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que
una vez más iba a pasear sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados
imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las
bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea,
alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o
el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y
en el mismo momento vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza,
inclinándose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída
casi vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en
las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el
lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible
franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La
cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó
impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar;
pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón
oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya
no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante,
el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por
el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que
Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo
trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y
tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya
instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podría servir
la respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un
poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su
pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones
algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y
más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la
orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. "Ciérrale los ojos",
pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún
otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban solos en la isla y el cadáver
de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
martes, 21 de abril de 2015
lunes, 20 de abril de 2015
“No se culpe a nadie” [Julio Cortázar]
El
frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan
piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una
tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que
hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con
el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando,
alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta,
busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es
fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver,
pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que
al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer
el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra
terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la
mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es
su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre
que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más
sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado
otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra
manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de
nuevo para distraerse, siente que la mano avanza apenas y que sin alguna
maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor
todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello
del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y
tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina
penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir
como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera,
pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la
mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre
pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que
reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las
mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que
salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar
ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto
de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante
la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse,
obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra
la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en
ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo
menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era
cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo
que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo
cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y
para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso,
respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo
porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está
mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay
el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la
cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y
aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan
dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca
mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va
llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin
contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la
tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano
derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire
frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede
ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del
pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver
tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la
espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado
completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la
camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco
sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el
pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por
los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros
demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se
ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo
cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad
de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco
ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si
es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con
toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue
como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si
hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del
todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas
veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de
una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie
puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables
tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el
pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de
cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha
desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a
esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de
la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se
le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el
azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le
desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más
despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es
la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano
izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es
casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano
izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera
ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque
de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas
sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto
que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para
sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo
intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás,
girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora
alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando
a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin
ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si
tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece,
contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la
manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin
fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de
trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como
lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda
impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído
de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más
del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos,
absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa
materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera
un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el
tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que
poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la
lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas
apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y
tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano
izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda
desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la
baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra
parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde
solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y
doce pisos.
lunes, 13 de abril de 2015
martes, 7 de abril de 2015
Continuidad de los parques [Julio Cortázar]
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres
y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin
mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la
senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no
debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
lunes, 6 de abril de 2015
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